-Y más divertido ver como Hernán os machaca- continuó Marco Antonio.
-¿Quien iba a pensar que un árbol lo detendría?- ahora era Lord Corba.
-¡Cuidado! que los gatos tienen siete vidas- concluyó.
Y vaya que si tenía siete vidas. Muchas más según cuenta la leyenda. Se alzó cuan corto era y lanzó un tajo sobre Fat, que giró sobre sí mismo cual tierra sobre su propio universo, antes de lanzar un enorme y brutal bofetón al señor de los felinos. ¡Pataplam! y Hernán volvió al suelo.
-¡Me cagó en toda tu gatuna fauna! -gritó- tengo hambre. Más que un perro chico, y aquí solo hay gatos. Y los gatos no se comen. Quiero largarme, quiero comer, quiero ir a La Habana. Y lo quiero ¡ya!
-Nadie se irá de mi isla… -Hernán se había levantado y sus ojos mostraban una ira sin igual- Nadie saldrá vivo de aquí sin mi permiso.
El conde de Montesimios tiró la jaula al suelo y dejó que la tripulación se desparramara por el lodazal: unos sentados, otros jugando con el barro; los más cantando felices por la pelea que estaba por comenzar. Pues si algo sabían los hombres de Fat era que el capitán no perdonaba una comida y ya llevaba tres horas sin probar bocado.
El Capitán alzó la espada, se irguió cuan redondo era, miró a Hernán y sus ojos mostraron que la muerte sería la única solución. Y también que no sería la suya la que se cobrase aquella tarde. Fat, el más temido de los hombres que navegaban al sur de América, había sido cruel, violento y sin piedad hasta que topó con La Marabunta y ahora, el hambre, recuperaba lo peor de él.