No siempre podemos ser fuertes. Podemos tratar de aparentarlo; podemos aferrarnos a una falsa sensación de felicidad. Pero, a la hora menos esperada, te rompes. Te rompes una y mil veces. Incapaz de controlar las lágrimas que brotan de tus ojos. Incapaz de detener el temblor que recorre tu cuerpo.
Es imposible evitarlo; y esconder el dolor no hace más que acrecentarlo. Lo sé. Lo sé de primera mano en este año que me ha mirado con mal ojo. Quizá, solo quizá, el peor año de los 40 que he disfrutado.
Y he tratado de ser fuerte. De aparentar ser lo que no soy y, al final, una y otra vez, me rompo. Y duele aun más.
Duele el alma, el corazón y el estomago. Duele hasta el último de los huesos y tu cuerpo pide que te dejes atrapar por las sábanas. Que te escondas bajo ella del monstruo que viene a verte cada mañana -en esos días, aprendes a temer a la claridad-. Un monstruo que se disfraza de soledad y de silencios. Al que acallas con la música hasta que la música se transforma en un lastre y vuelves a la soledad. O te aferras a la familia y los amigos, pero hasta en ese lugar confortable el miedo gana su lugar. Y la tristeza vuelve a tus ojos, y tu garganta es incapaz de articular palabras mientras tus ojos se anegan.
Y nadie lo entiende, ¿quién va a entender la lucha que se da en tu interior? Da igual que hayan pasado por lo mismo, cada uno de nosotros es un universo infinito y diferente. Y en la diferencia, que es virtud, está la razón por la que no podemos entender el dolor del otro.
Algún día, cuando tenga fuerzas, contaré todo lo que de verdad he vivido este año. Por ahora, solo algunos saben una parte, solo una parte. Las partes que fui capaz de narrar a cada uno de los oyentes. Quizá, si se unieran las partes estaría el todo. Pero tampoco.
Durante años temí a la noche. Temí un sueño recurrente que hoy sé que es más que un sueño. La visita de un ser, con levita y sombrero de copa que cada cierto tiempo venía a desvelarme. El último de muchos rostros que se aparecían ante mis ojos cerrados. Y con él sentía llegar el terror y el miedo. No sé cuando fue la primera vez que lo vi. Quizá con seis o siete años. Pero nunca fue tan real como ahora. Pero en estos días, ni él me da miedo. Me causa más terror abrir los ojos y sentir.