Con el tiempo, uno se vuelve perro viejo y se da cuenta de que no todo lo que se mueve en su entorno es trigo limpio. Durante años, miré hacia otro lado; trataba de ver el lado bueno de las cosas y personas y eso me ha llevado a recibir muchos palos.
Pero, por otro lado, me doy cuenta de que la única forma de huir de esos golpes vitales es cambiar mi forma de ser y de pensar. Y eso no quiero hacerlo. No quiero tener que mirar a toda persona que se acerque con recelo. No puedo cerrarme a los demás ya que eso me haría perderme demasiadas cosas buenas en la vida.
Al final, hay que priorizar. Poner en una balanza lo bueno y lo malo, decidir que camino tomar. El mío lo tengo claro. Y hace ya tiempo que primero escucho y observo y luego tomo decisiones. Aun así, hasta de esas personas tóxicas que han pasado por mi lado, siempre aprendo y me enriquezco como persona.
Las fronteras, los muros físico o mentales, solo nos encierran en nosotros mismo. El miedo a que nos hagan daño, solo nos aísla y nos impide descubrir lo bueno que se esconde fuera de nuestros muros. Por eso, como perro viejo que ya soy, siempre tengo puertas abiertas en mis murallas.