Veo lo que sucede en Cataluña en estos días y me pregunto cómo hemos llegado hasta aquí. Para los que amamos este país por su pluralidad, ver como una parte del mismo desea segregarse y levantar fronteras es más que doloroso.
Tanto, que he esperado días para escribir sobre ello. Tanto, que casi he preferido guardarme mis ideas y pensamientos antes que unirme a la vorágine de odio que se ha creado a uno y otro lado. Y es que eso, el odio, es la peor consecuencia de todas las que se han dado. La fractura social creada en Cataluña será difícilmente cerrada. Podrán ponerse tiritas que aguanten durante un tiempo, pero el tiempo volverá a abrir las cicatrices y la sangre correrá a ríos por las calles de esa tierra hermosa.
Yo, desde el lejano y abierto sur, no logro entender que ha llevado a esta situación. No logro que ver que ha permitido que burgueses y antisistemas catalanes se hayan unido con un mismo fin: levantar fronteras.
Será, tal vez, que yo sí vivo en la frontera. La que divide el Norte del Sur, la que separa Europa de África. Será, tal vez, que aquí si vemos el dolor que producen las alambradas. La muerte que conlleva el querer cruzar las líneas marcadas por el hombre.
Será, quizá, que yo no creo en la separación de los pueblos y sí en la comunión de las personas. O, será, tal vez, que yo no he crecido en una cultura de odio hacia quien no piense igual que yo.
En el fondo, es eso lo que se esconde detrás: el odio a lo español. A España se le acusan de todos los males que sufren, sufrieron y sufrirán. Sin ver, como siempre pasa, que la viga en el ojo del vecino es tan grande como la que nos impide ver en el nuestro.
Y lo peor no es el ahora. Lo peor es que esas vigas nos han cegado para el futuro.