Me gustan los días lluvioso, esos en los que el gris gana la guerra al sol y los cielos se encapotan bajo una cúpula de nubes. Días en los que el frío avisa para llegar y que, en mi casa y mi tierra, se antojan casi ausentes todo el año. Y eso que este año no he tenido verano —no al uso— y todo mi mes de agosto ha ido acompañado de chubasquero y paraguas, pero aun así lo echaba de menos.
Y lo echaba de menos porque la ciudad tiene un olor diferente. El olor a la lluvia que me recuerda a Roche en invierno, a tardes junto a la chimenea en casa de mis abuelos, con mi abuelo contándome historias imposibles de vivencias que el hacía reales. Quizá en aquellas tardes en Roche nació mi gusto por contar historias, por crear aventuras desde pequeños retazos. Quizá, en el fondo, cada vez que llueve me acuerdo de mi abuelo, de su sonrisa perenne y sus ganas de jugar con sus nietos todo el día.
Tal vez, por eso mismo, mis sentimientos en los días de lluvia no tienen nada que ver con el pesimismo o la tristeza; sino con un tiempo de felicidad, alegría y juegos. De días en casa de mis abuelos, sentado en el suelo jugando a indios y vaqueros con mi primo. Quizá, solo quizá, si haya algo de melancolía en mis recuerdos.