Que lejos quedan esos tiempos en el los genios de las Artes y las Letras solucionaban sus problemas con ingenio, cargado de más o menos sorna, y cierta educación.
Pero los tiempos cambian y ya no existen Quevedos ni Góngoras, como tampoco quedan Quijotes. Y es esto último lo que necesita nuestro pequeño rincón andaluz: un Quijote que en su locura aúne a los miles de artistas de todos los campos que pululan por la villa.
Si algo tiene Cádiz, es ingenio, del bueno, del que podría darle mucho a la propia ciudad y a sus creadores. Pero, donde hay muy ingenio, también hay mucho ego. Y ninguno de los que andamos en este mundillo estamos libres de pecado —al fin y al cabo, todos recibimos con satisfacción las alabanzas, cuando las hay— pero ni eso justifica que seamos incapaces de dar un paso adelante e ir todos a una, como en Fuenteovejuna a terminar con el Comendador.
Yo, que me muevo en el mundo literario, no puedo más que mirar a mi alrededor y ver tantos y tantos nombres de la vieja y nueva hornada mostrando, cada uno en su campo, lo mejor que pueden dar: novelistas, poetas, relatistas/cuentistas que van dejando su impronta y su estilo, que ganan adeptos, devotos casi, pero que, sin embargo, son/somos incapaces de embarcarnos en el mismo barco para llegar a un puerto de destino que debe ser similar: lograr situar a esta pequeña ciudad del sur en el lugar que le corresponde por Historia.
Parece que preferimos ser góngoras y quevedos «aperez-revertizados» lanzándonos puñales de mentira para abrirnos hueco en un mundo en el que se debería entrar por la aceptación de los escrito y no por la obligatoriedad del amigo fiel. Y eso hace que los sentimientos se extralimiten, que los odios se acrecienten por afinidad y que la envidia insana gane el terreno que debería ser de la rivalidad sana: la de Góngora, la de Quevedo.
Y, al final, pierden los mismos. O la misma: pierde Cádiz, pierde la cultura.