En la Edad Media no andaríamos como andamos. No habría problemas con los políticos, porque la política solo interesa cuando están cubiertas las necesidades básicas, y bastante tendríamos con sobrevivir a las guerras, la peste y el hambre.
No nos preocuparíamos de la subida de la luz, porque la única subida sería de las multas por colarse en los bosques del señor a por hojarasca con la que encender nuestros hogares. Además, carentes de todo desarrollo tecnológico derivado del uso de la electricidad, nuestras facturas no se incrementarían en demasía y con una buena provisión y una buena cosecha pagaríamos los pagos al señor por mantenernos a salvo de salteadores de caminos, ladrones, la Iglesia u otros señores.
Cierto que no tendríamos capacidad de decisión sobre nuestros actos, cierto también que poco podríamos hacer si el señor de turno se muestra comprensiblemente cruel ante nuestra negativa de pagar la media gallina extra por Navidad. Es verdad que no podríamos movernos mucho por esos campos de Dios, y que cualquier acto subversivo podría acaba con nuestro cuello dentro de una soga.
Aún así, que felices seríamos: sin políticos que nos ahogasen cada vez con la soga de una crisis que ya parece sacada de tono; sin un paro galopante que nos convierte en esclavos de un trabajo casi inexistente, mecanizado y rutinario que ha olvidado el valor del trabajo manual, del trabajo diario. De un mundo que ha convertido en primera necesidad cosas como internet o el teléfono, y que ha dejado en el cajón de abajo la humanidad y la solidaridad.
Puede que ahora tengamos más comodidades, puede que antes todo fuera más complicado; puede que ahora nos escudemos en la crisis para no hacer, mientras antes se hacía por esa misma crisis ahora pedimos a los gobiernos que nos saquen del apuro: que nos den de comer, que nos den médicos, casas, educación y hasta internet…
Y es que, en el fondo, no somos tan diferentes de los siervos medievales.
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