Solo había disparado una vez en mi vida, aquel mismo día. Y jamás creí que fuera capaz de hacerlo contra un hombre. Cerré los ojos a la vez que apretaba el gatillo y el sonido ahogó los gritos del hombre y de Lucy. Mantuve los ojos así, apretando los parpados hasta hacerme daño. Las lágrimas trataban de escapar entre ellos y los sollozos apenas me dejaban respirar. Sentí el tacto áspero de unas manos sobre las mías, y me sobresalté. Quería volver a disparar, pero cuando quise apretar el gatillo, ya no poseía el arma. Noté que me acariciaban el cabello y abrí los ojos para ver, con asombro, como el segundo hombre ayudaba a Lucy a bajar del árbol. Alcé la mirada y vi a la mujer, sonriendo.
-No tengas miedo, hijo, y no te sientas mal- me apretó contra su cansado cuerpo-. Has hecho lo que debías. Os hubiera matado, ya lo ha hecho antes.
-¿Por qué?- logré balbucear sin dejar de temblar- No le hemos hecho nada.
-Tienes que aprender mucho de la guerra aún. Hay muchos hombres como ellos –los ojos del anciano me guiaron hasta el cuerpo sin vida, sobre el que lloraba la segunda mujer. Desconsolada-. La guerra torna los corazones en piedra. Han perdido a sus hijos, y sus nietos marchan al frente. Y ellos… ellos ya estaban muertos.
Y lo aprendí. Aquel fue el primero de los hombres muertos por mi mano, luego vendrían otros muchos y otras muchas viudas a las que Lucy se acercaría a la mujer para consolar. «No llores, era malo” le dijo a aquella con su inocente voz. Pero sus palabras no lograron arrancarla de dónde estaba.
-Yo soy Michael y, mi mujer es Martha- nos dijo el hombre mientras dejaba algunas provisiones junto al cadáver -¿estás seguro de que quieres ir al sur?
-Sí –afirmé- Padre me dijo al sur.
Y así fue. Montamos en la carreta los cuatro, pues la mujer no quiso acompañarnos, y emprendimos la ruta de la carretera sin luces hacía el sur. Los días transcurrieron tranquilos y pocas veces nos cruzamos con alguien. Y, cuando esto ocurrió, no se dijo palabra aunque el asombro por nuestra contramarcha se reflejó en los rostros. “Al sur no hay nada”, era lo máximo que llegamos a oír. Pero padre había dicho al sur, y allí íbamos.
Martha y Michael nos narraron su historia y comprendí que la guerra terminaba con todo lo bueno. Sus hijos y sus nietos habían muerto, o habían marchado al norte, siguiendo la carretera. Unos pocos convencidos de la verdad de Nathan McSent, el auto proclamado líder del pueblo libre; la mayoría obligados por los ejércitos. Escuchaba los nombres y las historias que me narraban, tratando de comprender a qué se referían pero Padre no me había hablado de política, jamás supe a qué nación pertenecía. Yo vivía en la granja, allí jugaba, allí trabajaba. Las palabras de comercio, riqueza, explotación, que repetía Michael se escapan de mi cortó entendimiento. Al menos en aquellos días en los que avanzamos penosamente al sur, hasta las tierras de Michael y Martha. Esas que pronto se convertirían en nuestro hogar.