El camino (IV)

-Buenos días- dije titubeante-. Nos hemos perdido, tenemos hambre –mentí- ¿Dónde van ustedes? Por allí –miré al sur- solo está la guerra.
-Y allí –dijo una de las dos mujeres ofreciéndome un mendrugo de pan- no queda nada. ¿Quién cultivará los campos? ¿Quién sembrará cuando llegue la fecha de la cosecha? No somos capaces ni de coger las pocas gallinas que nos dejaron los soldados de Naharian…
-¡Yo podría!- grité con entusiasmo –Al menos tendríamos para comer los seis…
-¿Seis? –preguntó y, por primera vez se fijó en Lucy-. ¿Y vuestros padres?
Miré al suelo, incapaz de responder a una pregunta que escocía como la peor de las heridas. Miré al norte, donde aún se veía la humeante columna que se levantaba desde la granja. Las lágrimas se me escaparon y comencé a balbucear perdiendo todo el entusiasmo que había mostrado. Como si las risas de Lucy me hubieran hecho olvidar una realidad que el humo venía a recordarme. Lucy se acercó hasta mí, y me tomó de la mano, apretándola antes de hablar.
-La guerra se los ha llevado –si la inocencia fuese visible, en ese momento la habría visto caminar hacia el norte-. Ahora estamos solos. Pero yo puedo coger gallinas si quieren. Y sé cómo recoger huevos, Madre me enseñó.
-Yo podría –cerré los ojos, recordando las palabras de Padre y recuperando, lentamente, el aplomo- cultivar un pequeño huerto. Quizá cazar algunos animales…
-¡Vamos al norte! –el hombre que llevaba las riendas escupió con cada palabra, y vi su boca desdentada- Y no llevaré a dos mocosos como vosotros. Solo traeréis problemas.
-Nosotros vamos al sur –respondí aun agarrado a Lucy e, instintivamente, toqué la pistola, metida en la bolsa de nuevo. Y el gesto llamó la atención del viejo.
-¿Qué llevas ahí? vamos niño, ¡Dámelo!

La codicia se reflejaba en su rostro. Di un paso atrás, arrastrando a mi hermana. Si echábamos a correr no podrían cogernos. Pero debíamos recoger lo que teníamos bajo el sauce. El hombre saltó al suelo, y el terror se reflejó en el rostro de la vieja que me había dado el mendrugo. No la oí, pero sus labios susurraron “corre”. Me di la vuelta, sin soltar a Lucy, y me lancé bajo las ramas del sauce llorón. Creí que mi hermana podría ir más rápido, pero sus cortas piernas eran incapaces de seguir mi ritmo. Miré entre las ramas y vi que el hombre se acercaba con una hoz, mientras la segunda vieja palmoteaba y, el otro hombre, trataba de convencerlo de que se detuviese. Pero el de la hoz negaba con la cabeza hasta que le empujó y lo tiró al suelo, amenazándole. Supe que aquel matrimonio no nos haría mal. No si acababa con el líder del grupo. Mientras los hombres peleaban, miré al cielo buscando la ayuda de Dios. Cogí a Lucy por la pechera del vestido para atraerla hasta mí. Entonces, poniéndole un solo dedo en los labios le indique que debía callar y trepar por el árbol. Me apoyé sobre el tronco, saqué la pistola, y esperé hasta que las ramas se abrieron, cortadas por la afilada hoz del viejo.

Publicado por Javi Fornell

Historiador y novelista. Amante de las letras y de los libros. Guía turístico en la provincia de Cádiz y editor en Kaizen Editores

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