-No se juega con los muertos- susurró el soldado más viejo del grupo-. Esta tumba acabará siendo la nuestra.
-Los muertos no te causarán tanto daño como yo si no sigues trabajando- las palabras del Capitán resonaron tétricas en la cripta, acompañadas del sonido de los cinceles al chocar contra la piedra.
El repicar de la piedra, la respiración entre cortada de los hombres, las blasfemias susurradas fueron ganando terreno al propio miedo. El brillo avaro iluminaba los ojos de los soldados, sabedores del tesoro que se escondía tras la piedra. Un bufido, un ahogado grito de dolor y el crujir de un gozne anunciaron la apertura del sepulcro del abad. El olor a muerte se extendió entre las piedras cuando la figura menuda del fraile escapó de su lugar para encontrar acomodo en el frío suelo de piedra.
-Buscarla- la voz se tornó autoritaria mientras daba un paso al frente- cuando la encontremos podremos irnos de este lugar para siempre. Alejarnos de esta ciudad maldita en el confín del mundo y volver a nuestras casas cargados de riquezas para morir en paz alejados de los infieles. ¡Registradlo!, él es la llave de nuestra vuelta al hogar.
Los soldados, supersticiosos y piadosos, se negaron a buscar entre las ropas del fallecido abad. El capitán dio un paso al frente y se agachó frente al cuerpo inerte. Levantó las ropas del fraile, rebuscando entre ellas hasta topar con un pequeño saco de piel. Tiró de cordón y extrajo la bolsita para que sus hombres la vieran. Dejó que la joya resbalase hasta sus manos y el reflejo verdoso de la esmeralda iluminó las piedras de la cripta. El silencio se extendió entre ellos cuando el capitán guardó la joya lentamente y anudó la bolsa al cinto.
-Marchemos, antes de que la luz del sol ilumine nuestro camino.
Aquella misma noche, cuatro caballos partieron al galope por el camino de Sevilla.