El sol se ponía perezoso tras las murallas de la villa, que brillaba anaranjada como si fuera pasto de las llamas. Los ruidos del día iban dejando paso a los silencios de la noche: el maullido de los gatos sustituía a las voces de los mercaderes que vendían sus mercancías ante las puertas de la ciudad. Las ratas corrían por los callejones, esquivando los charcos de agua sucia que inundaban los rincones de las callejas de tierra. Leves susurros rompían la monótona noche, voces que hablaban de amor y honor, que acechaban a incautos que paseaban a aquella hora del atardecer.
El hombre se detuvo, fijó su mirada en una sombra huidiza que desvelaba la presencia de alguien tras la esquina. Alisó su túnica antes de continuar la marcha y, agarrando con fuerza misal y rosario, avanzó con paso lento hasta encontrarse con su oculta cita. Había recibido la nota, manuscrita en un pequeño trozo de piel vieja, la tarde antes y, pese al miedo que le infundía aquella zona del arrabal, no había podido evitar acercarse para saber quién era aquel que tantos conocimientos guardaba sobre él y su pasado. Acarició el misal, recordando el puñal que escondía entre sus vacías tapas. Hacía demasiado que no lo usaba, casi tanto como llevaba en la ciudad. Había llegado hasta Alcanatiz huyendo de todo y todos, alejándose de su familia, su religión y la justicia, con la esperanza de cruzar a África, junto a las tropas del rey Alfonso. Pero el monarca había enfermado de mente y de cuerpo, y aún estaba postrado bajo las piedras del Alcazar de Sevilla, rogando a Dios porque su hijo le permitiera gobernar.
Dios es justo con los injustos, se había dicho Antón y le había dado la posibilidad de redimir sus pecados en el nuevo monasterio de Santa María do Porto. Había ayudado a su construcción, deseando hacerse con las monedas suficientes para comprar armas y embarcar en las naves de Alfonso. Pero cuando vio que el rey jamás cumpliría su sueño, trabajó por un fin distinto y entró a formar parte de los legos hasta ser trasladado a Cádiz para servir al Obispo en la catedral de Santa Cruz. Diez años habían pasado, creyó que nadie hablaría jamás de su pasado. Y la tarde anterior, aquel pequeño pedazo de pellejo, le recordó quien era y porque había viajado hasta allí.
La sonrisa del soldado le heló el alma y dio gracias a Dios porque las sombras ocultasen su miedo.