El inicio del curso trae cosas buenas y malas. Las buenas es que uno retorna a la rutina y al trabajo, sin síndrome post-vacacional alguno. Pues como dice alguna amiga, mi trabajo no es un trabajo, por la tranquilidad, por el trato de los jefes y de los compañeros y, sobre todo, porque los libros son mi pasión y disfruto con cada nuevo libro que cae en mis manos. Pero hay más cosas con la vuelta al mundo laboral tras dos meses de vacaciones: puedo volver a mi tesis con más tiempo y dedicación (cosas del cambio de horario que me deja las tardes para mí), puedo seguir con mis historias, mis novelas tanto las que verán la luz como las que toman forma en mi mente porque me he dado cuenta que todo lo vivo viendo la posibilidad de transportarlo al papel.
Y eso nos lleva a las cosas malas del inicio de curso, entre ellas haber perdido en la vorágine de mi ordenador las dos historias que venía publicando en el blog y que no volverán a aparecer hasta que no estén completadas de nuevo. Para colmo, paso tardes y noches sentado frente a un folio en blanco que lentamente se llena de letras, de historias y personajes. Navegó con Pedro por el Atlántico; persigo a un asesino en serie con Navarro; me sumerjo en la mitología gaditana; huyo de la guerra con Jazzal en un mundo donde hasta él podría ser un santo varón; hablo con la muerte cada noche para saber quién será el siguiente en dejar esta vida de papel; recuerdo mi pasado para transformarlo en un presente diferente; y, sobre todo, zarpó en La Marabunta en busca de nuevas aventuras por unas Antillas inventadas.
Quizá, algún día, muchas de esas historias vean la luz en este rincón, por ahora toca adaptarse a una nueva rutina.