Lo he intentado. He intentado superar el horror que se escondía tras las puertas de mi casa. El infierno en el que se había convertido por culpa de la presencia del demonio. De un monstruo que ha venido por mí y los mío. He buscado en el vino y la confesión, pero el alcohol solo ha alimentado las llamas de mi existencia y la confesión ha consumido mi alma.
Fui a buscar al padre Galves y le hablé de las sombras que se ciñen sobre mi vida. Me dijo que debía luchar para que la luz vuelva a reinar en mi casa. Y yo, que solo deseo huir, le comenté mis planes: dejarlo todo atrás y marchar lejos de Cádiz, de esa casa, de mi familia y de mis amigos. Huir del enemigo que me destroza cada día y cada noche. Pero el jesuita me ha dicho que no puedo hacerlo; que Dios no perdonaría mi pecado si abandonase a mi familia, a mis hijos, y me marchase. Que la familia es sagrada y el hombre no tiene derecho a romper lo unido por el Señor. Que Él tiene planes para todos nosotros y que solo Él conoce los designios de la cruz con la que he de cargar en esta vida. Que, aunque yo no lo comprenda, el monstruo que comparte mi cama quizá sea una prueba de mi fe; o, tal vez, sea una prueba puesta en mi camino para demostrarme lo fuerte que soy. El padre dice que debo aguantar, pero no puedo. Mi diablo tiene nombre propio y aunque una vez me quiso, o eso decía, ha convertido en un infierno la casa y la familia que juntos conseguimos.
No soy fuerte y lo único que deseo que todo termine. Que se acabe el horror que se ha creado en mi hogar. Que los gritos de mis hijos, ahogados en sus propias lágrimas, se silencien. Que sus llantos dejen de atravesarme los oídos hasta taladrarme el corazón. Y que no tenga que volver a cerrar sus heridas, a esconder los morados que cubren nuestros cuerpos. No volver a encerrarlos en casa y mentir cuando me preguntan por ellos; no tener que volver a decir “están enfermos” por no decir, “ha vuelto a pasar, y el monstruo que comparte mi mesa y mi cama ha destrozado su cara contra el cabezal, como destroza su infancia en cada golpe, hundiendo su carne y mi esperanza en un mar de sangre”
No, esto debe terminar y he tomado una decisión. La más dura de mi vida, la única que puedo tomar. Dicen que el fuego purifica y que por eso el infierno se consume en sus propias llamas. Y mi hogar, ese que debía ser paraíso, es nuestro propio infierno.
He tomado mi cruz y, antes de llegar a mi destino, me he detenido en la habitación de mis hijos; no se han despertado cuando, acunándolos entre mis brazos, los he trasladado uno a uno hasta nuestra salvación. Y allí me esperan, silenciosos y tranquilos, mientras termino de despedirme de los míos con esta pequeña carta que no creo que nadie jamás encuentre. Aun así, aquí la dejo; bajo el suelo de lo que un día fue mi sueño más anhelado. Un recuerdo olvidado, un grito desolado, desesperado y silencioso. Pero un grito para nadie, pues nadie puede hacer nada ya.
Es la hora, he de marchar. Únicamente me queda encender el horno y entrar para que el fuego purificador abrase mi cruz y me libere del monstruo que nos arrancó la vida.