Llora a través de la noche, tratando de correr para huir de la oscuridad que llena los días. Lágrimas sangrantes surcan su rostro con el salado sabor del que sabe que solo la muerte es el destino. Y huye. Corre como alma que lleva el diablo sabiendo que solo hay una ventana entre su salvación y su pesar. Lo sabe, sabe que, como cada noche desde hace muchas noches, el viejo del sobre, el que tiene negras las alas, el corazón y la levita, volverá a buscarlo. Y le dirá: hazlo.
Y sabe que no sabe cuánto más podrá aguantar. Cuanto tiempo tendrá fuerza para anclarse a la cama y no correr hacia una falsa salvación. Y llora, a través de la noche, para huir de la oscuridad que llena su corazón desde el mismo día en que todo se partió. Desde aquel aciago momento en el que todo llegó a su fin. Y lucha, lucha por evitar sentir lo que siente, por evitar amar como ama a pesar del dolor que le causa.
Y huye. Huye de sí mismo, huye de los demás, huye de ella aun aferrado a ella. Por que ella, con sus alas blancas y sus manos sanadoras, lo atan a un suelo que le impide volar por la ventana cerrada.
Pese a todo, pese a los pesares y al hombre del sombrero que cada noche arrulla sus pesadillas; pese al dolor que comprime su alma hasta impedirle respirar; pese a los gritos quedos de auxilio que ya no sabe a quién lanzar. Pese a que cada poro de su cuerpo le pide morir, pese a él no lo hará.
Luchará por seguir aferrado a un mundo que no le aporta nada; que no le ofrece nada; del que ya no espera nada. Nada quiere darle, tampoco tiene ya nada que ofrecer. Vació su alma y su corazón por su Todo, pero su Todo se fue. Y aún sí lucha por él, sabiendo que si volase como desea volar, con sus alas rotas jamás llegaría a buen puerto.
Y su fracaso caería sobre el alma buena de su Todo.