Una estupidez que lleva a censurar Harry Potter por apología de la magia. Que cubre los genitales de las obras de Egon Schiele por considerar pornografía su pintura. Que retira los cuadros de ninfas por considerarlos denigrantes para la mujer y dar una visión sexualizada de la misma. Esa misma estupidez que lleva a boicotear una película infantil, porque el conejo protagonista acaba con su enemigo lanzándole bayas con un tirachinas aprovechándose de su alergia.
Estamos en un siglo en el que hemos pasado de la censura franquista a la censura de lo políticamente correcto. Un momento en el que cualquier cosa dicha puede ser utilizada en tu contra. En el que hemos dejado atrás la libertad de expresión para acabar en los juzgados a la primera de cambio. Y todo por no ofender.
Y ese es el gran problema. Somos tan pobres de espíritu que una ofensa nos hunde, como nos hunde el fracaso escolar. Por eso, hay que evitarlo a toda costa. Hay que lograr la felicidad ficticia, la impuesta casi. Esa que se muestra en las redes sociales pero que no se refleja en los ojos. Estamos en la época del parecer sin importar ser. Y eso nos destroza como sociedad.
Tanto es así, que nuestros derechos se diluyen y ya ni libertad de expresión tenemos. Pero no esa que se usaba para poder atacar al otro, no. La que perdemos es la real, la de poder decir lo que pensamos sin miedo a que nos ataquen los trolls. Esos que antes vivían bajo puentes en los cuentos de fantasía y que ahora se esconden detrás de teclados en asociaciones de todo índole y color.
Aunque traten de hacernos creer que estamos mejorando, una sociedad que desconoce que es una ofensa acaba muriendo por su propio peso. Por eso: sed incorrectos, pensad como deseís y exponerlo abiertamente. Nadad contra corriente. Hay que ser individuos libres y únicos y no convertirse en una oveja más del redil de lo correcto.