Esto que voy a decir no es muy usual en mi tierra. Pero es mi realidad, única e intransferible. Soy gaditano, sí. He nacido en esta tierra y la amo como pocos. Me gusta su historia, su cultura y su gastronomía. Su mar y su monte, su bahía y su provincia. Hasta soy cadista de corazón y carnet: pero no me gusta el carnaval. No, al menos, el que ahora vivimos.
Nada de nada. Y, oye, no me pesa. Puedo decir sin miedo que he sobrevivido sin carnavales y sin detener mi vida ni un solo día por ello. Y aunque eso me haya válido más de un «tú no eres de Cádi’ ni na» sé de sobra que el gaditano de verdad no es el que se desgañita cantando en el Falla las grandezas de una ciudad en decadencia; ni el que sale a la calle a disfrutar, destrozando el patrimonio de la ciudad; sé que tampoco es más gaditano el que disfruta sanamente de esta fiesta.
Ser gaditano es mucho más. Es saber sobreponerse a todo con buen talante, lanzarse adelante y luchar por lo que se cree. No es cantar loas a la ciudad, sino luchar por ella; para volver a colocarla dónde debería estar.
Quizá, lo que me pase, es que me duele y mucho Cádiz. Me duele ver como gran parte de nuestra energía, dinero e ingenio se va al Carnaval mientras se ataca al turismo sin darse cuenta de que si nuestro carnaval es conocido y da dinero (sí, y mucho, en todos esos bolos que luego se dan por media España) es gracias al turista que ha venido y se ha enamorado del carnaval.
O, tal vez y simplemente, yo no soy de Cádiz.