Hay días que creo que soy más tonto de lo normal. Suele ocurrir terminado el fin de semana y tras haber cometido el error —imperdonable— de leer las columnas dominicales. Cada uno tiene sus vicios inconfesables y ese es uno de los míos y aunque, he de reconocer, no soy mucho de columnas locales en ocasiones cae en mis manos la excelsa prosa de algún politólogo provinciano. Y es aquí donde me echo las manos a la cabeza, o al diccionario de la RAE, por intentar comprender lo leído.
En laberintos de palabras para que unos pocos (en ocasiones amigos bienintencionados) les halaguen los oídos por la belleza de sus textos, hermosos sin duda, con una musicalidad más propia de una poesía que de una columna periodística. Pero, para mí, lo importante de las columnas es que digan algo, que muestren las opiniones de sus autores, que desarrollen esas ideas para presentar opiniones sustentadas y razonadas. Que ayuden al lector a ver la realidad de otra forma.
Y este país ha dado grandísimos columnistas: desde Umbral hasta Antonio Burgos. Sin importar cual fuese su ideología, escritores como Reverte o Elvira Lindo han engrandecido un género menor para dotarle de un espacio propio y de alta calidad en el que algunos tratan de entrar por una puerta que se les queda demasiado grande y que tratan de llenar a base de sinónimos y poco sentido.