Hace tiempo que no la veía. Antes, cuando cada mañana cogía el mismo autobús, a la misma hora y en la misma parada, me encontraba con ella a diario. Con su sonrisa y alegría, pese a la hora y la edad, se montaba en el «dos», casi siempre canturreando alguna copla que jamás llegué a identificar. Fueron muchas las veces que se sentó a mi lado, siempre con sus «bueno’ día’, niño, que fresquito hace hoy». Recuerdo que una vez, incluso, llegó a reñirme por ir en mangas cortas con un «seguro que tú madre no te dejaba sali’ así».
Pero hoy, cuando la he visto, había perdido toda la vitalidad que poseía, caminando encorvada apoyada en el brazo de una joven que, tal vez, sea su nieta. Me ha mirado y ha sonreído —fueron cinco años de vernos a diario en nuestro quehacer diario— y he visto, por un segundo, a la señora de mirada traviesa que me alegraba el camino al trabajo. Ha sido un solo segundo, uno nada más, el suficiente para recordarme que la vida es un camino que inexcusablemente debemos recorrer hacia abajo; ganando experiencias y vivencias, dejando lágrimas y sudor, amigos y enemigos, amor y desamor. Y que en ese camino debemos estar orgullosos de nuestras decisiones para, al final de nuestros días, poder sonreír a la vida.