Algunas veces, hablando con amigos escritores, me dicen que la literatura es su vida. Que no pueden dejar de leer a tal o cual autor. Ellos me hablan de una LITERATURA en mayusculas, la de los grandes, la de Tolstoi y Dostoyevski; la de Chejov y Unamuno; la de Hemingway y Wells. Los que se niegan a tener a Reverte en su biblioteca, los que acusan a Follet de ser escribiente y no escritor. Para mí la literatura es diferente. Yo no he leído a Chejov, pero he sido Dick Turpin, he combatido junto a Portos, he navegado en el Nautilus, he escuchado a Sandokan, Yañez y Kammammuri hablar de su próximo ataque; he creído en la magia con Potter y he tratado de ligar -con escaso éxito- con una californiana hablando de nuestros amigos Bella y Edward.
No creo que haya una literatura con mayusculas. Creo que hay libros que nos ayudan a soñar, a vivir aventuras, a ser otros sin importar quienes seamos. Sin importar la supuesta calidad de esos libros, porque a veces las mejores historias no son las más buenas.
Y, lo más curioso, es que me he dado cuenta de que cuando escribo sigo esa misma premisa. Sé que no soy el mejor escritor del mundo, y que a mi editora le cuesta sangre y sudor sacar lo mejor de mí. Pero también sé que no escribo para «eruditos», que no quiero lectores que valoren lo que leen por la la dificultad de su vocabulario y lo enrevesado de sus textos. No quiero que mis lectores tengan que pararse a releer lo leído por carecer de sentido en una primera lectura.
No. Quiero que naveguen en la Besada, que sientan empatía por Pedro Cabrón o por Jorge -algún día lo conoceréis-, quiero que vean Cádiz a través de mis ojos, que paseen por los mismo sitios que yo paseo al narrar lo que ya he vivido en mis sueños. Quiero compartir mis experiencias con todos, vivir aventuras juntos. No quiero ser Chejov, prefiero ser Salgari. No aspiro al Noble, solo aspiro a que me leas y, cuando termines de hacerlo, vuelvas a hacerlo.
Porque ese es mi mayor placer: leer y releer lo que otros escribieron para mí.