La campana sonó y se giró sobresaltado. Se acercó lentamente hasta la ventana y, sin abrir las cortinas, oteó la calle para ver como el mensajero dejaba el paquete. No necesitó ver que había en su interior, el cartero no llevaba el habitual uniforme y, en su lugar, vestía un kurta hindú.
Lo que no vio fue como Roman se ocultaba en las sombras de la calle enfrente, sonriendo al ver moverse las cortinas de la casa señorial.
* * *
Cuando la sirvienta le acercó el paquete, el joven e impetuoso oficial temblaba por el miedo. La mujer, que había aprendido a no mostrar sorpresa ante las actitudes de su señor, la dejó sobre una pequeña mesita y se retiró prudente, cerrando la puerta con un leve portazo. Durante una hora nadie entró ni salió de la sala, las pisadas se oían en el pasillo y varias veces se detuvieron ante la puerta del salón, pero nadie se atrevió a romper la soledad del oficial.
Cuando el reloj marcó las sietes, el hombre se decidió a abrir el paquete. Deseaba con todas sus fuerzas no encontrar lo que sabía que encontraría. Pero allí estaba, retorcida sobre sí misma una pequeña serpiente que no ocultaba su naturaleza: una cobra india, lo suficientemente joven para no matar; lo suficientemente peligrosa para que el oficial supiera que ya estaba muerto.
Y comprendió que no podía ser la joven tolerante de la fiesta de bienvenida la culpable de aquella misiva. Nadie en Londres debía conocer el ritual de la logia de Bombasa,… pero alguien lo conocía ¿quién podría ser? Trató de recordar al joven de traje impecable y bombín que había dejado la caja con el crisantemo blanco sobre el banco de Sant Andrews. ¿Habría estado en la India en algún momento? ¿Acaso alguien había enviado un sicario para acabar con él?
Recordó sus días en Bombasa: días calurosos en el cuartel; sentirse casi un dios ante los indios, sumisos al poder de Inglaterra; las noches sentados en los porches, bebiendo y riendo con los compañeros. También la guerra, las luchas para mantener el control de las tierras; las mujeres, hermosas y fogosas,… Y aquella logia en la que se relacionó con lo más granado de la India. Allí consiguió los recursos para asentar definitivamente su fortuna, pero también había realizado actos de los que no se enorgullecía. Y ahora, esos actos, venían a él.
Cogió la pequeña serpiente con las manos, sabiendo que no sería dañina, pues él mismo había colocado otras similares en varias cajas antes de volver a Londres, y la apretó hasta que notó como perdía la vida. La lanzó al interior del paquete en el que había venido y se acercó hasta el escritorio que presidía una de las paredes. Abrió un cajón usando la pequeña llave que guardaba bajo su camisa, colgada de una cadena, y extrajo el revolver. Comprobó el tambor y vio que estaba cargado y limpio y, tras guardarlo bajo el chaleco, se acercó a la puerta para abrirla.
Sabía que nadie, antes, había sobrevivido a la Logia, pero necesitaba saber cuál había sido su delito y, sobre todo, quién le había condenado. Y para eso, debía sobrevivir.