Me sorprendo a mí mismo mirando por la ventana. Observando como las nubes corren por el cielo y los pinos se mueven al vaivén del viento frío que se levanta estos días, jugando con las sombras sobre el césped. Nada del otro mundo, la verdad. No es nuevo ni atípico que ocurra donde ocurre, pero aún así me sorprendo al verme correr por la parcela, con mis amigos delante (yo siempre fui el último) jugando a vete saber qué juego; como si no hubiera pasado el tiempo. Como si aún fuéramos aquellos niños traviesos que jugaban por Roche y que conocían cada obra, cada descampado, cada parcela, cada cabaña… cada recoveco en el que esconderse en una urbanización que era nuestra casa y nuestro campo de juego.
Y me sorprendo porque hoy no veo a niños corriendo por el campo, llenándose de barro en los charcos y partiendo sus pantalones. Hoy veo niños conectados a sus teléfonos y ordenadores, jugando a juegos virtuales donde no podrán hacerse más daño que haberse quedado sin infancia. A lo mejor, simplemente, es una infancia diferente, pero veo a los niños dejar de ser niños y convertirse en adultos demasiado pronto. Preocuparse por cosas que nosotros ni siquiera nos planteábamos.
Puede ser, simplemente, que yo fui excesivamente feliz aquellos años y me gustaría ver a niños siendo cómo fuimos nosotros; sobre todo porque así ganarían lo mismo que ganamos nosotros: una amistad por encima de fisuras y distancias.