El sonido de los pasos por el pasillo era constante y las voces llenaban el pequeño y desvencijado despacho de Navarro. Habían transcurrido tres meses desde el suceso en la comisaría y el inspector había terminado solicitando sus vacaciones de forma anticipada. Los días en la comisaria se hacían eternos y había comenzado a desconfiar de todos sus compañeros, tanto que el comisario Doña le había instado a descansar. Él no quería, pero el comisario llamo a Marta, su esposa, y esta terminó de convencerlo. Habían pasado un mes en Denia y en ese tiempo habían recuperado el tiempo juntos y, Navarro, pareció encontrar cierto sosiego personal. Pero ahora toca regresar a la realidad y la desaparición del joven aun coleaba e, incluso, había saltado a los medios. Echevarría le había guardado los periódicos de todo el mes, pero no le habría hecho falta: los programas de televisión, antes volcados en temas del corazón, llevaban días hablando sobre la desaparición y Elena, la desconsolada novia de dos de los desaparecidos, parecía estar haciendo su agosto. O, al menos, eso se desprendía de los comentarios sobre los emolumentos cobrados en cada aparición.
Pero, además, la presa había comenzado a indagar y había descubierto que no eran las dos únicas desapariciones sin esclarecer en Cádiz. También un viejo con alzhéimer, un universitario y una joven promesa del fútbol local parecían involucrados en el caso. Y lo peor fue que, al igual que ellos, pronto cercaron el asunto en el entorno del mundo del taxi. Por supuesto la agresión sufrida por uno de los testigos en la propia comisaria había sido comentada por los medios, si bien los implicados no quisieron hacer declaraciones. Un gran error, pensó Navarro, ahora ellos son el centro de atención ¿por qué no denunciaron?¿Quién fue el agresor? Mientras Alonso, el único testigo de lo que pasó que no parecía implicado, no hablase. Habían tenido a José, quien agredió a su compañero enviándolo al hospital, pero tampoco parecía dispuesto a hablar. Y su compañero aún no había recuperado la consciencia.
Navarro se levantó y se acercó a la ventana, estaba esperando la vasco, pero su compañero no parecía dispuesto a llegar aquella mañana y necesitaban sentarse y poner en común las novedades y avances del último mes; aunque sabía que eran más bien escasas, por no decir nulas. Y, lo peor, durante los carnavales se habían producido altercados en las calles y la policía había tenido que poner todos sus sentidos en acabar con ellos; había leído algo en la prensa pero sobre todo, había visto las consecuencias: habían llegado a prender fuego a uno de los almacenes de la comisaria. Todavía estaban estudiando cómo habían logrado llegar hasta ellos, pero Navarro estaba seguro de que había sido alguien de dentro. La sospecha se había confirmado aquella mañana: en la sala quemada estaban, supuestamente, guardada toda la información sobre el caso. Miró los archivadores apilado de forma desordenada bajo la mesita auxiliar y se hizo prometer así mismo que nadie sabría que no se había perdido ni un solo dato. Se fue de vacaciones, sí, pero nunca supo separar el trabajo de su propia vida y, con la desconfianza creciente de los últimos meses, había sacado todo el material para custodiarlo en casa. Ahora se alegraba de ello, pese a saber que podría haberle supuesto una sanción de por vida. Se acercó a recoger una de las carpetas cuando la puerta se abrió de golpe. Echevarria entró jadeando, se dejó caer en la silla, se bebió el botellín de agua de su amigo y, cuando recupero el aliento, dijo pausado:
-Nuestro secuestrador ha vuelto. Mismo modus operandi, mismo último testigo. Pero ahora sí que no nos libraremos de la prensa: Ha desaparecido el concejal de Fiestas cuando volvía de una gala benéfica. No cogió el coche oficial, se fue en taxi. El taxista, un tal Juan José con licencia desde hace más de 20 años, es uno de esos conductores de confianza en el Ayuntamiento. Jura que lo dejó en el mismo portal de su casa –dejó el plano de Cádiz sobre la mesa y señaló una vivienda en la Plaza Mina- Se despidieron y se fue.
-No vio nada más, claro. Nunca ven nada.
-Si que vio –la sonrisa cruzó su rostro- vive a dos pasos de allí, en Antonio López. Había dejado el taxi en la Plaza de España y subía andando cuando le pareció ver al concejal doblar la esquina de Isabel la Católica. Le llamó la atención porque era extraño que, después de haberse quedado en su casa se fuera de juerga; pero no sería ni la primera ni la última vez que se encontrase a sus clientes en los bares después de haberle pedido que le llevasen a casa. Lo que si le extrañó –hizo una pausa que le pareció eterna a Navarro- es que iba acompañado por un policía uniformado. Según dice, recuerda que pensó, que algo malo tendría que haber pasado cuando la policía acudía a despertar a una autoridad. Más con el carácter que se gasta el concejal.
-¿Cuánto tiempo ha pasado desde la desaparición?
-Tres días. Su mujer no estaba en casa y hasta que no llegó ayer de viaje nadie se dio cuenta. Se ve que la concejalía de fiestas tiene un horario particular… o que están acostumbrados a que los políticos falten de su puesto.
-Bueno, al menos ahora tenemos un lugar en el que buscar. Quizá nuestro secuestrador haya cometido un error… por fín.