Dos minutos, dos angustiosos minutos durante los cuales Marco Antonio y lord Corba corrieron por cubierta cortando los cabos que unía a La Marabunta al galeón de Jappy. Dos minutos en los que Mutambo miraba por la borda angustiada esperando ver emerger la cabeza de su no-amado Borough. Dos minutos en el que la Rubia aprovechó para hacer sacar un bizcocho de la bodega. En esos mismos dos minutos Mamonuth compuso una loa para los dos fenecidos marinos, y lord Corba y lady Chodni charlaban sobres las virtudes de la villa y Corte de Madrid, capital del reino del muy querido rey Felipe. Sir Charles y D’Oragen hacían cábalas sobre el destino de Fat y Borough.
-By de right- dijo sir Charles señalando el mar-. Yo’m sure. Fat salé to aquí.
-No, no, mon ami- respondió D’Orange- Estoy convencido que nuestro buen capitán asomará la testa por allá.
Dos minutos, tan solo, antes de que el barco se estremeciera desde la cruceta hasta el carajo. Las mujeres cayeron al suelo, los toneles rodaron por cubierta, el Nutria a punto estuvo de despeñarse. Los animales bufaron y un par de gatos corrieron por cubierta hasta las faldas de la Rubia. Marco Antonio gritó palabras incomprensibles y todos corrieron a proa atraídos por el estruendo. La Marabunta había golpeado contra algo y el agua comenzaba a entrar a borbotones en las bodegas. Los artilleros haitianos asomaron sus casi idénticas cabezas por cubierta buscando entre los hombres quién achicase el agua junto a ellos.
-¡Nos hundimos!- grito Mamonuth- ¡Tocaré algo para este gran momento!
Y comenzó a rasgar las cuerdas de su laúd con la suavidad de un gato afilándose las uñas en una cesta de mimbre, cantando canciones en una lengua extraña inventada en noches de luna llena y barriga vacía. Sólo él mantuvo la calma, solo el trovador entre los soldados. Un solo hombre frente a la locura incierta que se extendía por La Marabunta.
-¡La madre que los trajo al mundo a los dos!- gritó Vasqués antes de comenzar a reír, señalando feliz el fondo del océano. Y allí estaban: Fat se había alzado sobre las aguas, panza arriba, con Borough rascándose la cabeza aprovechando la flotabilidad de su amigo para mantenerse a flote. -¡Hemos chocado con algo, capitán! No pensé que contigo pero ¿cómo le habéis abierto el boquete al casco?
-Éste, – grito Fat, deteniéndose para hacer la fuente echando agua por la boca cual angelote- Que no ha visto el casco y le ha pegado un cabezazo.
-¿Estás bien?- preguntó Mutambo.
-Si, mi amor- respondió Borough.
-No te preguntaba a ti, era a Fat, sigue sangrando.
-¡Ah!, esto… bueno, cosas peores me habéis hecho. No creo que muera. Aunque pica, pica mucho.
-Eso es la sal- le dijo la Rubia mientras Hammer, un antiguo soldado de anchas espaldas y fuerza monstruosa le lanzaba un cabo. El hombre, que recibía su apodo del arma que calzaba, lo había convertido en su nombre y ahora entraba en batalla blandiendo un poderoso martillo de guerra, tiró de la cuerda alzando a los dos hombres hasta la borda.
-Fat, algo me dice que la herida es más grave de lo que creéis, y que no es la sal lo que os pica.
El orondo capitán se echó la mano a la espalda, tratando de rascar allí donde picaba sin conseguirlo.
-Puff… no puedo… ¡Rubia! –gritó- ¡Rasca!
-No…
-¿No? Eres una esclava, ¡tienes que obedecer!
-Si, pero yo no toco eso.
-No es tan asqueroso, solo mi espalda herida y manchada de sangre… ¿no te doy pena?- preguntó poniendo aquellos ojillos tan triste que solo se le veían cuando se desperdiciaba algún suculento manjar por mor de trabajo.
-Me da asco.
-No comprendo por qué… ah, espera, espera, ya alguien me rasca la espalda por ti. ¡Gracias!- se dio la vuelta, más nadie le rascaba –Pero ¿Qué broma es esta?
-Capitán –dijo lord Corba- Recuerda usted aquellos animalitos que robamos para entregarlos a los pescadores de Manglala cuando el esclavista señor de la isla los explotaba hasta casi la muerte por extenuación.
-Quieres decir ¿los que salían a pescar en barcos de recreo remando media hora para los ilustres visitantes de la isla? Sí, lo recuerdo.
-¿Recuerdas lo que apareció entre corvinas y rosadas?
-¿Había de eso?, creí que no nadaban en estos mares. Pero sí: un pequeño pulpo…
-Pues aquel era hermoso comparado con el bichejo que chupa la sangre de tu espalda- concluyó Mamonuth.