El soldado partió al galope aquella misma noche. Cabalgaría por el camino de Jerez en dirección a Sevilla, y el salvoconducto del príncipe Sancho le abriría las puertas de cada posta del camino. Cabalgó hasta desfallecer, sabiendo que cada hora pasada le alejaba de su objetivo. Si el capitán Guillén demostraba un ápice de la inteligencia que la había llevado a controlar Cádiz desde la conquista de don Alfonso, huiría de Sevilla, o quizá… desechó la idea de su mente. Estaba convencido de que el capitán y los suyos venderían la joya pero la presencia del rey Sabio comenzó a inquietarle.
Si el monarca se hacía con ella podría comprar lealtades que hoy estaban ya junto a su hijo, y los planes de Sancho para evitar que el reino cayese en manos moras se vendrían abajo. Espoleó su caballo cuando las luces de la última posta antes de llegar a Sevilla iluminaron los últimos rescoldos de la noche. Tres hombres se encontraban en la puerta, y discutían acaloradamente. La figura de Guillén sobresalía sobre el resto, y el reflejo de una daga fue el detonante para el choque de las armas. Cabalgó más aprisa, y desenvainó su espada tajando la espalda de uno de los hombres. El rostro de Guillén mostró sorpresa ante la inesperada ayuda, y pavor al descubrir los oscuros ojos de Men Rodríguez. Se deshizo del segundo de sus atacantes por inercia antes de enfrentarse al soldado.
-Vos –dijo- Miquel me advirtió de vuestra presencia en Cádiz.
-Sabéis a que vengo, Guillén. Dádmelo y os dejaré ir.
-No –rió el capitán-, he vivido demasiado para saber que no lo haréis. Me mataréis igual que yo haría con vos. Pero ya no tengo lo que queréis. Lo perdí en el camino, al vadear el Guadalete. La bolsa en la que llevaba la joya se desprendió y la corriente la arrastró de vuelta al mar.
-¿Pensáis que me creeré vuestras sandeces?
-No, sé que me vais a matar por ellas, igual que mis hombres no creyeron mis palabras. Pero es la realidad. Y, quizá, sea lo mejor para mí y para el reino. La sangre que se ha de derramar es la de los impíos no la de los hijos de Dios.
Con aquellas palabras Men Rodríguez confirmaba sus sospechas: el rey Alfonso se encontraba tras Guillén, como Sancho tras él mismo. La guerra entre padre e hijo estaba por comenzar y el reino sangraría. Comprendió que era en sus manos donde se encontraba el futuro de la corono, y que aquel que logrará llevar la valiosa joya a su señor inclinaría la balanza de la guerra. Observó a Guillén, su rostro compungido pero sereno. La firmeza de su mirada y de su mano al empuñar la espada. Sólo él sabía dónde se encontraba la joya y estaba dispuesto a morir para guardar el secreto.
Y la muerte lo guardó junto a su cuerpo para siempre, dejando el reino a merced de reyes y señores mientras los peones yacían muertos tras batallas entre hermanos.