Ya han transcurrido dos semanas desde que el juez ejecutor dictó mi sentencia. Notó que mi cuerpo comienza a bailar en mis propias ropas como una cruel burla del destino. Una alucinación en medio del desierto, me temo, pues el tiempo transcurrido desde que fuera privado de alimentos no debe ser suficiente para menguar mi yo.
Me siento como un viejo elefante ante la llegada del nuevo amo de la manada y me escondo en un rincón para ingerir los pocos alimentos que el torturador me deja en la ventana para la mañana, temoroso de que alguien venga y me los quite.