Acabo de darme cuenta de un hecho inapelable: me hago viejo. Intento negarlo y mantenerme aferrado a mi eterno espíritu de Peter Pan, ese que tantos años me acompañó en las fiestas de disfraces del colegio hasta convertirse en mi apodo. Pero cada día es más complicado mantenerse firme en un estado de semi-juventud perpetua, sobre todo cuando los amigos empiezan a casarse o cuando descubres que compañeros del colegio –algunos más pequeños- ya tienen tres y hasta cuatro retoños.
Otras veces, acudes a museos, teatros y cines y ves como tu entrada ya deja de ser reducida para ser “normal” en espera de poder obtener la Tarjeta Dorada. O escuchas como un niño pregunta «¿mamá ese señor porque está gordo?» y te ofendes por haber sido llamado señor.
Pero lo peor de todo es mirar atrás y darte cuenta que hace ya 15 añosque saliste del colegio y van para 11 que lo hiciste de la Universidad. Y que sí, ahora trabajas, ganas dinero, vives tranquilo y a tu propio ritmo pero la vida y, sobre todo, los amigos se empeñan en hacerte seguir su ritmo de madurez y vejez provocandonte una sensación de falsa culpa por querer seguir siendo Peter Pan.