Hay cosas que parece que nunca cambian. Lugares que detienen el tiempo y se quedan como siempre fueron, como siempre deberían ser. Y Roche, ese pequeño paraíso en el que crecí y me convertí en lo que soy, es uno de esos lugares que permanece imperturbable al paso del tiempo. Y hay veces que, de pronto, recuerdas todo lo bueno que has tenido. Y el viernes, como el domingo, han sido días de esos.
Recuerdo mi infancia cuando, recién llegado del colegio con mis padres. Cogía la bicicleta y hacía un recorrido que siempre me llevaba a los mismos lugares: las casas de Antonio, David, Alex, Carlos, Juan, Jaime y Dani para concluir en las pistas o en el club, sentados o jugando al fútbol entre risas. Después, cansados, volvíamos a casa para cenar antes de volver a las pistas a pasar la noche comiendo pipas y escuchando las historias de toda una semana.
Ahora, las cosas han cambiado, pero el viernes fue como volver al pasado.
Sentados en el césped del club, en el mismo lugar donde antaño se encontraba el “banco de la leona” con las bicicletas formando un corro que se ponía al día de toda una vida. Y, a la noche, más de lo mismo, sentados en el mismo lugar que antes fue frontón y que hoy tiene un bar, tomando cervezas riendo y hablando como si el tiempo no pasara. O, quizá, es que no pasa cuando la amistad es real, sin importar que nos veamos poco –demasiado algunas veces y por mi culpa muchas de ellas-; cuando te has criado, has crecido y formado con las mismas personas un lanzo invisible te une imperturbable a quienes formaron parte de tí un día que comienza a ser lejano.
Y, para colmo, la semana terminó como hacía tiempo que no: en tarde de amigos, comida, tartas y piscina. Un final del verano que deja con ganas de mucho más.
Y es que hay cosas que se mantienen inmutables con el paso del tiempo. ¡ojalá nunca cambien!
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