El Mitch Buchannan está bueno. Muy bueno. Él lo sabe, ellas lo saben, todos lo sabemos. Se pavonea por la arena de la playa sabiéndose el rey del corral. Se mira, ellas le miran, todos le miramos, con su andar glamuroso, atlético, casi felino. Se lanza al agua mostrando un derroche de cualidades físicas: salta sobre las olas, nada junto a la orilla, lanza al aire las gotas que gotean su rostro con un movimiento de cabeza.
Ellas suspiran por él. Él sonríe sabiendo que suspiran. Los demás, simplemente, le odiamos. Con su cuerpo perfecto, su sonrisa perfecta y sus andares, Mitch Buchannan domina la playa. Se hace el dueño de la situación. Camina hasta la orilla, otea el horizonte y la costa, por si es necesaria su ayuda. Es un tipo afable, sonriente y odioso partes iguales. Un tipo común que, como los gremlins, se reproduce al contacto con el agua. Hoy es fácil verlo en nuestras costas, cada vez más joven, pero también más viejo. Antes, era un ser incipiente, que destacaba aún más que en esta era post-metrosexual, aun así antes era fácil encontrarlo en cada playa y cada grupo de amigos, con nombres diversos para ocultar la realidad de mi Buchannanismo, algunos bien pudieron llamarse Alejandro, otros, tal vez, Petronilos.