No siempre el día amanece igual, pero aquel día era uno de esos días que, pese a ser verano, apetecía sentarse en torno a la mesa y charlar sobre la vida y la muerte. Y eso fue lo que hicimos. Como siempre fuimos llegando a aquella casa que se había convertido en la nuestra sin avisar y sin convocarnos allí. Y es que cuando uno lleva tanto tiempo juntos como nosotros lo llevamos, hay cosas que sobran. Podría describir la casa de memoria: en la planta baja, al entrar desde el pequeño jardín delantero –al que siempre accedíamos por la puerta del garaje- entrabamos en el salón, protegido por la escalera que llevaba al segundo piso y abierto a la cocina y al pasillo que daba a las habitaciones. La mesa cuadrada que presidía la estancia, frente a la chimenea y el televisor, era nuestro punto de reunión en invierno. En veranos como aquel, saltábamos al gran porche trasero y una mesa de similares características.
Cuando llegué ya estaban todos: David era el dueño de la casa, deportista y bonachón nunca aprendió a perder jugando al fútbol y en no pocas ocasiones fui yo el centro de sus enfados ¡la mayoría de ellas con razón! De forma insospechada lograba conocer todos los secretos del grupo, aunque no siempre estuviera con nosotros y aunque con los años acabará despegándose del grupo casi por completo, volando en otro ámbitos y volcado en su familia y trabajo.
Las dos hermanas mutambo también habían llegado. Por aquella época aún éramos muy crueles con ellas, sin llegar a saber que aquellas dos niñas renegridas, delgadas, escuchimizadas y hasta –para nosotros- feúchas, iban a convertirse en dos de los pilares más importante de un grupo que aquel día se reunía casi completo. La mayor de las hermanas, Natalia, era una chica alegre aunque más callada que su hermana, Bea. Intentaba agradar a todos y, como quien no quiere la cosa y sin darse cuenta ni ella ni nosotros, logró ganarnos a todos. Bea, por su parte, en aquellos años aún parecía una sombra de su hermana, aunque algo más extrovertida. Con el paso de los años, las dos hermanas feúchas, cual historia del patito feo, se transformaron: Natalia se convirtió en una mujer glamurosa, con gran clase y muy vinculada a la moda. Beatriz, se trasladó lejos de nuestra ciudad, pero siguió presente siempre, convertida en un “cisne” alternativo acabó vinculada a las artes y volcada en el teatro que era y es su pasión.
Con ellas, había llegado Hispana e Irene. Las dos se cargaban de inocencia y dejaron frases tan lapidarias que cualquier repetición sería imposible de lograr. Con los años también cambiaron, sin perder ese toque que siempre les caracterizó, Hispana se convirtió en una aventurera innata y aún hoy nos narra sus experiencias alrededor del mundo dejándonos embobados con sus anécdotas. Irene también creció, se transformó y se descubrió como alguien diferente a quien pensamos que era.
Antonio, Alejandro y Carlos llegaron conmigo. Antonio era mi mejor amigo y siempre andábamos junto. El gordo y el flaco, pasábamos tanto tiempo juntos que nuestra amistad casi parecía convertirnos en siameses. Alejandro era el deportista y ligón del grupo, siempre sonriendo y siempre allí era el comodín al que todos acudíamos cuando nos encontrábamos solos. En aquel fondo de saco, que compartía con Carlos, siempre encontrábamos un amigo con el que pasar las tardes de aburrimiento. Carlos, como David, también se volvía loco en el deporte. Era un ganador nato y casi siempre lograba su objetivo. Curiosamente, como David y Alejandro, acabó abandonando nuestro pequeño paraíso para irse a trabajar fuera. Si bien el uno no salió de la Comunidad Autónoma, Carlos marchó a Edimburgo hace demasiado tiempo ya, y Alejandro acabó en París.
Marcos fue el último en llegar. Con su risa daba comienzo la reunión. Una reunión que se ha repetido miles de veces desde entonces y que hoy me lleva a pensar que mi vida bien pudo ser una teleserie al estilo Friend. ¿No me creen?, esperen y lean.