La Ana Obregón pudo ser hermosa en su juventud, o quizá no. No importa. Ella se siente guapa y digna de ser vista por todos. Sabe que el verano no comienza hasta que, con su pareo a la cintura, sus gafas de sol y su pequeño bikini a la última moda en las playas de Marbella, posa sus delicados pies en la cálida arena de la playa y se acerca hasta la orilla a jugar con las primeras olas.
Nuestra Ana Obregón no tiene complejo alguno ¡y hace bien! y pasea por la primera línea de playa dejando que todos vean su otrora buen cuerpo, o quizá no. Mostrando su mejor sonrisa y saludando con una leve inclinación de cabeza que se magnifica por la pamela con la que cubre su largo cabello. En no pocas ocasiones sus palabras y ademanes se identifican con las clases altas de la sociedad, herederas –quizá, incluso, miembros- de aquella vieja burguesía que habitó nuestro país a mitad de los 50.
La Ana Obregón, además, crea escuela y no es rara verla en manada, junto a otras Ana Obregón, paseando o tomando el sol hasta coger un color antinatural que roza el caoba viejo. Y junto a otras de su generación comienzan a adentrarse en la bandada otras más jóvenes –hijas o, quizá, nietas, de la Ana Obregón. Logrando así aunar en su pequeña parcela de dorada arena las miradas de niños, jóvenes y hombres de diversas edades o procedencias que, a veces, y con maldad, suspiran un «es fea, pero no lo sabe» mientras ella posa radiante en su reino veraniego.