Calle Enrique de las Marinas. 17:51 del lunes 25 de abril de 2011. Tres jóvenes en edad universitaria caminan justo delante de mí, hablan distendidamente cuando algo llama mi atención:
-Killo -dice el sujeto A- ¿el amoniaco para que sirve?
-Para comer, tío -responde seriamente el sujeto B.
-¿De verdad?- pregunta A.
-¡Aro, pisha!- dice B.
-Pues mi madre lo usa para lavar- el sujeto C da una respuesta coherente.
-¡Tequipui!- dice el B (si usted no es gaditano lea «¡anda ya!»)
Los tres giraron a la izquierda al llegar al final de la calle, mientras yo lo hice a la derecha camino de la Biblioteca y preguntándome que final tendría aquella tenebrosa conversación. Sólo espero, por el bien de la humanidad, que ninguno de ellos esté matriculado en la escuela de hostelería y le de por inventar una crema de amoniaco vaporizado.
Y lo que es peor aún, me deja con el regusto amargo de pensar que será en sus manos en las que tendré que depositar mi vejez ¿qué destino le espera a un país dónde aquellos que ya terminaron sus estudios escolares no son capaces de distinguir el amoniaco del alcohol?