Mi abuela estaba siempre riñéndome porque cuando me agabacha el pantalón bajaba más de la cuenta. Me veía con los pantalones caídos, la camisa por fuera, los pelos expresando su libertad de opinión y me soltaba un “niño, pareces Cantiflas, arréglate”. Así que ella, casi sin querer, bautizó antes de su existencia la moda actual de talle excesivamente bajo, pantalón “cagao” por la rodilla y calzoncillo de color a la vista. Incluso ahora tengo alguna amiga a la que, cuando ve como el pintor del grupo se agacha enseñando los Calvin Klein, le sale la vena de maestra y corre a subirle los Levis.
Pero, en el fondo, ambas tienen razón. La moda Cantiflas es absurda. Si a cualquiera de nosotros nos obligarán a ir así no lo haríamos. Y no porque estéticamente sea feo (imagínense la lamentable imagen que podría dar yo) sino porque es incomodo. Les cuento un sucedido ocurrido días atrás (ayer mismo) en esta ciudad de Cádiz en la que tan a menudo llueve últimamente:
Andaba yo por la calle Cervantes, a la altura del ambulatorio de tan nefasto recuerdo para mi dedo gordo, cuando comenzó a llover. Me abroché el chubasquero, me puse la capucha, agaché la cabeza y encogí los hombros, pues todo el mundo sabe que así llueve menos, y continué mi camino hasta toparme con un hombre pato. Entiéndaseme, no era un pato. Era un joven –me siento viejo hoy- de unos 20 años que intentaba correr bajo la lluvia, con los pies muy abiertos, intentando dar grandes pasos que se convertían en una graciosa imitación del andar de la palmípeda ave. Su novia o, quizá, tan solo la chica que le acompañaba, le gritaba que corriera, que se estaban mojando, pero el joven pato era incapaz de avanzar a más velocidad, pues el talle bajísimo de sus pantalones le impedía abrir las piernas lo necesario, de hecho mucho menos de lo mucho menos necesario, dando una impresión tan lamentable que estuve a punto de darle mi chubasquero.
Y es que la moda, además de absurda, siempre fue sufrida. Y más aún el antiguo y ahora moderno estilo cantiflas.