De miradas

Aquello fue nuevo para mí. 
Jamás sentí tantas ganas de abrazar a alguien, de besar y sentir su calor. Una mirada que hizo mi corazón saltase y que me entrasen ganas de tirar toda mi existencia por la borda. Raquel, ese es el nombre que aún hoy me hace sentir diferente. Ella era mayor que yo, habíamos coincidido en la Escuela aquel día y me invitó a visitar una galería de arte. No sé, nunca lo supe, si ella llegó a sentir lo mismo que yo: que estábamos hechas la una para la otra. Quizá sí, y por eso su mirada lacónica que parecía decir que aquello era imposible. Imposible en un Madrid dominado por la tradición, en una España que ni siquiera hoy es lo tolerante que dice. Y yo solo era una niña que me casaba un mes después. Y no nos conocíamos, aunque todo mi cuerpo temblaba con su sola presencia; aunque desease abandonar todo e irme con ella, donde fuera, a cualquier lugar del mundo donde pudiera rodearla con mis brazos y quedarnos así, por siempre.
Una mirada, una sola mirada pudo cambiar mi vida hace demasiado tiempo ya. Yo no era más que una niña, no conocía mundo y todo en el mío estaba estipulado: seguiría estudiando magisterio un año más y luego tendría que dejarlo todo para criar a mis hijos y a mi marido, ese con el que me casaría solo un mes después de aquella tarde de verano de 1952, en un Madrid que comenzaba a cambiar y a recuperar el ritmo anterior a la guerra que nos desangró.  
Han pasado 60 años y aquella tarde aun alegra mi existencia, falsa y vacía. Eso lo sé ahora, cuando el hombre con el que compartí mi vida y al que nunca llegué a amar, se fue con otra, más joven, más bella que, quizá, le de lo que yo nunca: pasión y calor. Ahora, cuando esos hijos a los que me aferre para seguir adelante siguen con sus vidas, en nuevas familias que vienen de visita cada mucho —demasiado— tiempo. Ahora me doy cuenta que tenía que haber huido con aquella cuyo nombre nunca olvidaré, cuya mirada aun calienta mi alma, cuyo recuerdo me obliga a sonreír.

Pero eran otros tiempos que se presentan demasiado lejanos, y yo no era la que soy hoy. Hoy me hubiera ido, me hubiera puesto el mundo por montera, la hubiera acogido entre mis brazos y hubiera soñado porque nada cambiase para nosotras. 

No lo hice y ya nada puedo hacer. El miedo, el que dirán los demás, fue siempre mi cárcel. 

Publicado por Javi Fornell

Historiador y novelista. Amante de las letras y de los libros. Guía turístico en la provincia de Cádiz y editor en Kaizen Editores

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