Nunca tuve síndrome post-vacacional; es más, durante mis años de bibliotecario en la Real Academia sufría un mal vacacional al tener que descansar los dos meses de verano. Quizá, en cierta forma, sufra una especie de horror vacui existencial que me obliga a mantener la mente ocupada. Cómo si el descanso pudiera traer algún mal oculto. Y así lleva ocurriendo desde hace años, en los que si no estaba trabajando, estaba escribiendo, o metido en esa tesis doctoral que ya ve el final —por fin—, o este año, aprendiendo inglés en cursos intensivos.
Sin embargo, nunca hasta ahora, había faltado a mi cita anual con la playa de Roche. Mi paraíso propio, en el que he crecido y creado, en el que he formado y forjado amistades eternas. Donde he jugado con mis sobrinos, como antes jugaron mis hermanos conmigo. Y ha sido una sensación extraña, un paso más en la evolución vital que nos aleja de lo que fuimos de niños; que nos conduce por nuevos caminos de ¿madurez? y nos transforma en nuevos hombres.
Quizá, eso haya sido lo peor de este año. Descubrir de pronto que el último verano llega sin avisar, no cuando tienes 12 o 15 años, sino cuando despiertas sin hacer aquella rutina que siempre tuviste: levantarte a las 10 de la mañana, desayunar leyendo el Diario en el porche de tu casa antes de irte a la playa en la que irían llegando los Antonio, Natalia, Irene, Alex, Carlos,…. y que volverían tras la siesta a verse las caras y disfrutar de un último baño durante la puesta de sol.
Y ahora nacen nuevas rutinas, con los mismos rostros y otros nuevos y otros que quedan en el olvido, que transforman la playa en un bar, en una cena en casa, en el llanto de los hijos de los amigos, que nos traslada a un nuevo estado vital, que sube un escalón para dejar atrás la niñez y la juventud y llenar nuestras vidas de nuevos retos, de nuevas playas que conquistar, que nuevas rutinas que crear.
Quizá, solo quizá, yo nunca tuve síndrome post-vacacional hasta ahora, porque ahora echo en falta lo que siempre tuve: las horas de risas absurdas entre amigos que nada tenían que perder, excepto un tiempo que, al final, ganamos para nosotros. Para hacernos fuertes en nuestra unión, para convertirnos en lo que somos: una especie de hermandad secreta, una familia elegida que bajo el nombre de la Marabunta o, ahora, Cadifornia, gana adeptos para esta suerte de legión que lucha por mantener vivo los más importante de lo que vivimos: nuestra amistad.