Me temo que mi divinidad está llegando a su fin. Todos los dioses tienen un plazo para cumplir su designio en la tierra y el mío, parece, se agota irremediablemente. No encuentro otra explicación plausible a lo que me ocurre estos días: de pronto he decidido ordenar el caos que reinaba entre mis libros; descubro volúmenes que no creía poseer y se ocultan a mis ojos otros que debían estar. Recorro con la mirada la estantería de mi habitación, recordando con desesperanza las estanterías de la biblioteca que fue mi casa. Y me descubro, sin ser capaz de evitarlo, añorando aquello que tenía hasta hace poco. Echo en falta el olor del libro viejo; las charlas en el café del desayuno diario en el bar de diario; las risas con los compañeros en la puerta del centro.
Al principio me negaba a volver, como si regresar allí fuera símbolo de mi fracaso. El fracaso del que ha luchado por trabajar en lo que le gusta y después de más de diez años vinculado a las bibliotecas históricas se ve en la calle. Desesperado en una crisis deleznable que afecta, siempre, primero al mundo cultural. Pensando que regresar allí conllevaría dolor y tristeza. Y ahora me doy cuenta, que echo en falta todo aquello pero que lo que más echo en falta es el contacto con los que durante años fueron compañeros para acabar convirtiéndose en amigos. Algunos siguen ahí, incluso puede que nuestra relación se haya fortalecido y cambiado. Otros, con el paso del tiempo, acabaran cayendo en el olvido de una consciencia traicionera.
Y echo en falta una rutina que centraba mis días y mis horas. Que me permitía saber en qué día vivo y que más tenía que hacer. Pero quien sabe, quizá Dios, tenga para mis otros planes diferentes y ahora, en mi inconstante quehacer diario, mato las horas con mi tesis, dejando que los nombres del pasado cobren vida en páginas de papel desde ajados legajos. Y me centro, también, las cosas importantes de la vida: la familia, los amigos y, en mi caso, Manos Unidas. Dejando que sean ellos los que asientes mi existencia. Puede que se hayan acabado los viajes, que no pueda volver a recorrer caminos polvorientos o asfaltados conociendo ese mundo; pero ahora son otros los viajes que realizo. Más cercanos, más profundos. Los que conlleva el viaje interior, la experiencia vivida y por vivir.
Me temo que mi divinidad se termina, que vuelvo al mundo con los pies en la tierra y descubro la verdad de las cosas. Y sé que debería quejarme por lo perdido, pero no puedo más que dar gracias por lo ganado y por lo que ya tenía. Que no es poco, sino mucho más de lo que jamás se podrá llegar a comprar. Y por eso, aunque mi divinidad llegue a su fin sin cumplir su objetivo, si alguna vez lo tuvo, miro a mi alrededor y veo nuevos héroes que cada mañana se levantan sonrientes y soñolientos prestos a partirse el pecho siendo ejemplo de valor en este mundo impío.