Y es que el lobo nunca fue tan duro como lo pinté y D. Damián, con su rostro serio y sus maneras secas, se hacía loco mientras yo escondía la ropa de gimnasia para no hacer salto de altura o cruzar aquella escalera horizontal, que aún preside hoy el gimnasio del colegio.
Pero lo cierto es que aquel profesor al que un día temí, se terminó convirtiendo en uno de los que mejor recuerdo guardo del colegio en el que crecí. Tanto que, cuando hace tres días volví al centro, no pude más que regresar a aquel viejo gimnasio que aún no se ha modernizado -como sí el resto de las instalaciones del Colegio Guadalete-, para buscarlo en su pequeño despacho, lleno de balones y de trastos.
D. Damián, con sus ademanes duros, es uno de esos profesores que, casi sin que te des cuenta, acaba marcándote y formándote. Inculcando valores como el esfuerzo y la lucha por la superación. Pues eso era lo que finalmente se valoraba: el esforzarse por conseguir nuevas metas; tus propias metas. Yo nunca fui un deportista, no lo soy tampoco ahora, pero aquel temor que me infundía mi profesor de gimnasia, me obligó a superar mis temores, a realizar unos saltos de altura (escasa) que se trasladaron a la vida real para valorar como se debe el esfuerzo y el trabajo para conseguir los objetivos.
Por eso, el otro día, no podía irme del centro sin saludarlo; sin decirle un hola que se convirtió en casi una hora de charla con una persona que hoy, cuando ya no soy el niño gordito temeroso de los saltos que fui, me muestra el verdadero rostro del profesor que recorría el colegio con su eterno chandal.