La Luz (IV)

Acurrucado en un rincón, observaba la leve rendija de luz que se abría paso en la penumbra de la habitación a través del resquicio abierto de la puerta. Un camino de huída abierto por el hombre que le advirtiese del peligro de la luz “la oscuridad es segura” se repetía cada vez que la bandeja con comida era introducida en el zulo que se había convertido en su prisión. Cuando escuchaba los pasos por el pasillo, cuando la leve luz que se mantenía inalterable se oscurecía, sabía que su captor caminaba hacia él. Entonces se acurrucaba, en un rincón, como un perro al que han apaleado tantas veces que teme la mano que viene a acariciarle. Su secuestrador no le había tocado; no a él. Escuchaba los gritos agónicos, leves susurros de dolor que se amplificaban por los conductos del aire que unían las pequeñas celdas de la prisión de cristal.
Llevaba tres días ¿cuatro? encerrado, el tiempo se detenía y avanzaba de forma diferente en la semioscuridad, pero estaba seguro de que había algunos más como él en otras celdas similares. Había caído en manos de un loco y nadie sabía cómo había llegado hasta allí. Pensó en Elena, en el sufrimiento que su desaparición le provocaría. La había conocido un tiempo después de la desaparición de Miguel, su ex, en Marruecos y desde el principio se sintió atraída por ella. Al final dieron el paso y la amistad forjada en los malos momentos se había convertido en mucho más. Tanto que ahora ella era su vida, y él la de ella. Estaba seguro de  que le amaba y que los amigos le decían no era cierto: no había buscado en sus brazos el consuelo por la desaparición de su anterior pareja; simplemente habían llegado a conocerse y amarse. Y ahora él también la abandonaba. Porque tenía claro que no volvería a verla. El estado de aquel hombre aún le hacía llorar ¿por qué se cebaban con ellos?¿Qué mal habían hecho? Su captor estaba loco, y ante tal locura nada se podría hacer.
Y, lo que era peor aún, sabía que nadie, jamás, creería que era un sádico.  Sabía que su destino estaba sellado a aquella oscuridad en la que se sentía seguro. Quizá, había pensando, podría abrir la puerta y correr bajo los focos del pasillo. Quizá… pero algo le decía que aquella carrera sería la última de su vida.

Publicado por Javi Fornell

Historiador y novelista. Amante de las letras y de los libros. Guía turístico en la provincia de Cádiz y editor en Kaizen Editores

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