-¿Tienes miedo a la oscuridad? Yo no, nunca lo he tenido. Cuando era un crío, mi padre era un borracho y, cada poco, me pegaba una paliza. Creo que fue entonces cuando aprendí a disfrutar de la oscuridad. Después de cada una de ellas me metía en un pequeño armario y allí, sin luz ninguna, me lamía las heridas y juraba que algún día me vengaría. Allí me di cuenta, además, que las cosas malas siempre pasan con luz.
Se movió por la pequeña habitación con su interlocutor siguiéndole con la mirada. Había descorrido las cortinas y la luz de la mañana entraba por ella mostrando el polvo que se había levantado al mover el pequeño sofá hasta el haz de sol que iluminaba el suelo.
-Hay muchos que tiene miedo a la oscuridad, pero las sombras no hacen daño. No sé por qué en las películas de terror siempre tienen que poner a los fantasmas saliendo al anochecer ¿acaso los espíritus no están siempre aquí? ¡No me mires así –por primera vez dirigió la mirada a su interlocutor, sentando en el pequeño sofá- Sabes que tengo razón. Por la noche, cuando los niños tienen miedo de los monstruos que habitan bajo la cama, se cubren con la manta y se saben seguros ¡buscan la oscuridad más profunda para salvarse del miedo que le provocan las luces! A eso es a lo que hay que temer: a lo que pasa a la luz del sol. ¿No crees?
Asintió. El terror se reflejaba en sus ojos y notó como el sofá se empapaba con sus propios orines. Se había meado de miedo a plena luz del sol ¿Cómo podría llevarle la contraria a aquel loco que le hablaba de la oscuridad y el miedo? Desde que esa mañana le había recogido en la parada su día se había convertido en una pesadilla. Le condujo hasta aquella casa de cristales y le sentó en el mugriento sofá. Había intentado resistirse, pero el hombre media más que él y era muy corpulento, poco podía hacer con su metro 60 y sus 65 kilos contra aquel mastodonte que ahora le hablaba de miedos. ¡Miedos!, joder, estaba aterrorizado y temía que lo peor estaba por llegar. Su secuestrador dio dos pasos y se plantó ante él. Se agachó, hasta poner sus ojos a la altura de los del otro y, muy lentamente, continuó hablando:
-Ahora, tú también temerás la luz. Desearás la oscuridad, porque solo en ella estarás a salvo. Tápate con una manta, si es lo que quieres, pero has de saber que, cuando el sol se alce, yo apareceré y te haré lo mismo que le voy a hacer a ese.
Por primera vez se dio cuenta de que había unas pequeñas puertas en la habitación, quizás armarios. El gigantón se levantó, avanzó hasta una de ella y la abrió. El grito de terror se unió al de dolor de aquel hombre, o lo que hubiera sido en otro tiempo, que se encontraba dentro del armario. La luz que del habitáculo salía casi le cegó por un instante y luego pudo ver la tortura a la que había sido sometido: le habían cortado la cara, arrancado trozos de piel, le habían quemado, el brazo caía inerte y el hedor era insoportable. Y sus ojos, aquellos ojos escondidos en sus cuencas mostraban un miedo que jamás imaginó que existiría.
-¿Qué coño vas a hacer conmigo? –por primera vez habló mirando a su secuestrador -¿Quién eres? ¡Joder! ¿quién eres? ¿quién es él? ¡Déjame irme!, por favor.
-Elige la puerta: oscuridad o luz, solo tú puedes encontrar tu salvación.
Aterrado avanzó hasta la cristalera y se volvió para ver la reacción de su secuestrador. Su sonrisa le heló el alma al recordar sus palabras “Ahora, tu también temerás la luz. Desearás la oscuridad, porque solo en ella estarás a salvo”. Cambió de rumbo, abrió la puerta escondida en la penumbra y la atravesó. La oscuridad del pasillo al cerrarse la puerta tras él le tranquilizó hasta que, tanteando las paredes, dio con el pomo de la salida. La luz iluminó su celda.