Don Antonio se marcha dejando su puesto a un nuevo obispo y hoy no puedo más que darle las gracias. Hace ya mucho tiempo que lo conozco, casi desde que cogió el puesto que dejaba don Antonio Dorado, y con él en la diócesis pase de hacer una vida de cristiano sin más a implicarme en el día a día de mi Iglesia.
Y es que, desde el mismo día que lo conocí, don Antonio me pareció un hombre bueno, un cura de pueblo que había tenido la desgracia de convertirse en obispo. Y creo que no me equivoqué en mi apreciación. Quizá se le pueda acusar de no haber sabido manejar a ciertos sectores de la Diócesis pero, a cambio, ha dado un testimonio que difícilmente se podrá olvidar. El de un hombre que siempre tenía un rato para aquellos que se lo pedían, que en su timidez no dejaba de tender la mano a quién la daba y que ahora, al irse, y entre lagrimas vuelve a mostrar la fuerza de su fe en esta Iglesia. Muchos hablan de la riqueza de los obispos, pero ¿qué le queda a él? Después de toda su vida a los demás se retira para no retirarse y se va con las Hermanitas de los Pobres de su Jaén natal. Como uno más, sin riquezas para acomodar su vejez, solo lo imprescindible para este hombre que, al final, ha sido demasiado grande para un simple obispado. Su lugar debió ser otro, sin duda.
Ahora nos queda recordarlo como el gran obispo que ha sido, implicado con todos, escuchando a todos y, al menos en mi caso en Manos Unidas, apoyándonos siempre.
Hasta pronto, Don Antonio.