Estupefacto me quedé cuando la chica rubia, con raftas, ojos increíbles y porro en la mano que se sentaba junto a mí en la línea2 del metro-búho de Madrid comenzó a hablarme con voz sorprendentemente dulce a eso de las 4 de la mañana del ya domingo electoral. Primero para preguntarme si me molestaba el olor del porro, a lo que yo educadamente respondí con un “que va pisha” a lo que ella respondió “¡yo estuve en Cádiz en Semana Santa!” y comenzamos una larga charla que derivó, como no podía ser menos el día de marras, en las acampadas de Sol y las elecciones generales.
Y fue entonces cuando comprendí cuan peligrosa puede llegar a ser la ignorancia, pues si los indignados de Sol defienden en paz sus ideas y no pocas cuestiones de valor incalculable; algunos de los que con ellos acampan pecan de… ni siquiera sabría definirlo. Y es que, tras un rato de distendida conversación, a punto ya de llegar a su parada, la joven hippija me dejó sin palabras:
-Las cosas van a cambiar –me dijo- tienen que hacerlo. Además, nosotros tenemos que ver nuestra guerra. Bueno, hemos visto muchas por televisión, pero nos toca la nuestra. Cada generación tiene una guerra y a nosotros nos llegará.
-¡No por Dios!- le respondí –deja las guerras para las películas.
Pero ella se fue convencida que una guerra estaba a punto de llegar, que formaba parte del ser humano –como nacer, pagar a Hacienda y morir- y estaba casi feliz de que eso ocurriese. La vi marcharse por la ventanilla, despidiéndose sonriente con la mano mientras yo me que daba allí preguntándome si aquello había sido verdad.