Burgos bullía de actividad, desde el mercado a la judería las noticias del embarazo de la reina se había extendido, llenando de esperanza los corazones de los castellanos tras la prematura muerte del príncipe Fernando. Los rumores se extendían por cada callejón de la ciudad, de puesto en puesto, de tienda en tienda. Los gremios preparaban los regalos para el príncipe y los notables de la ciudad debatían sobre el que haría la propia Burgos. Hasta allí, a la hora sexta, llegó cabalgando el joven arrollando a su paso a quienes cruzaban las calles de piedra camino del Hospital de Peregrinos, Cruzó a galope tendido el puente de Malatos y se dirigió a la puerta de San Esteban sin detenerse hasta el alcázar Real. Había cabalgado tan rápido como su montura fue capaz, tres días de viaje sin descanso hasta Burgos, día y noche para llegar junto al rey. Saltó a tierra sin dejar detenerse a su caballo y se adentró corriendo por los pasillos. No necesitaba presentación, todos allí conocían a don Cristóbal de Frías, hijodalgo e informador del rey. De él se decía que a sus escasos veinte años jamás se arrodilló ante Alfonso XI. Las puertas de las habitaciones reales estaban cerradas para todos, pero no para Cristóbal, que se adentró en los aposentos del monarca y, sin esperar saludo, espetó:
-Intentarán matar al niño.
-¿Cómo decís? -preguntó Alfonso. Era delgado, con el pelo lacio y castaño, ojos claros y barba al uso. Vestía jubón azul con sobrevesta roja y lucía el escudo de Burgos en su pecho. Al cuello cadena de oro y rubíes que ensombrecía la corona, depositada en un cojín de seda roja sobre la cama.
-Tu tío, don Juan Manuel, se ha reunido en Garcimuñoz con Pedro Núñez de Guzmán y Fernando de la Cerda. Conspiran contra vuestro heredero.
-¿Y contra nos? -preguntó el rey.
-No majestad, sólo contra quién aún no ha nacido.
-Dejemosles, pues, que conspiren. Mientras centren su interés en el futuro príncipe no nos resultarán molestos -el rey caminó lentamente hasta la ventana de la alcoba- ¿Habéis visto la alegría en el pueblo? El príncipe ya es aclamado como el deseado y la paz parece hacerse más fuerte cada día que transcurre.
-Por ello debéis proteger al niño y a la madre -insistió Cristóbal -Pues las palabras de los traidores dejaron ver que algo tuvieron en la muerte de Fernando.
Alfonso XI se giró hacia Cristóbal, su mirada mostró la ira que las palabras habían provocado. Golpeó la mesa y caminó hasta la cama, dónde reposaba la corona y el de Frías supo que pensaba. Aquella joya representaba lo mejor y lo peor. Por aquel trozo de metal se había asesinado, traicionado y vendido a hermanos. Pero aquellos que la poseían habían logrado sobreponerse a todos, y Alfonso era de ellos. El pueblo le llamaba el Justiciero, pero Cristóbal sabía que la única justicia ejercida por el monarca había sido la encaminada a vengarse de sus enemigos. Y la gran mayoría de ellos fueron de su propia sangre. El cruel hubiera sido llamado si en su lucha por la corona hubiera sido derrotado.
Pero había vencido, y se alzaba con un trono rojo de sangre que ahora debía proteger para su retoño. Pues todos, incluido Alfonso, creían que la reina daría a luz un varón. Pero el rey sabía que la lucha por esa corona enfrentaría a sus propios hijos, pues eran muchos los ilegítimos que aspiraban alzarse con la corona.
-Mi señor- Cristóbal le sacó de sus pensamientos-. Debéis cuidaros de los Guzmán. Vuestro tío mostró su repulsa a atentar contra el niño, pero otros anteponen el linaje a la corona.
-Leonor no se enfrentará a mí.
-Leonor, señor, ya se enfrenta a usted. Es una serpiente en un nido de golondrinas. Ella será fin de tu linaje.
El rey se negó a seguir escuchando y ordenó a Cristóbal, con leves movimientos de mano, que debía marchar.