¡Vaya por Dios! parece que con el frío mi divinidad está volviendo y no porque haya recuperado la temperatura corporal y vuelva a ser un ser neutral, sino porque noto que mi locura, pareja a mi capacidad de imaginar y escribir y, por supuesto, a mi desorden y mi disposición al trabajo, va regresando. Y, que quieren que les diga, me alegra que sea así, ahora que entre manos tengo tesis, libros, trabajo, voluntariado y espada nada mejor que un toque de locura en mi vida que la vuelva impredecible, que me haga reír e, incluso, me obligue a pensar lo que voy a decir sino quiero que la agilidad de mente del demente pueda entremeterme en un embrollo en el que no quise meterme.
Para entenderlo y entretenerles, un suceso sucedido y acaecido después de una grata sesión de cine y motivada por esa que es musa y amiga y que, como no, tiene la mala costumbre de venir a mí a altas horas de la madrugada.
Pues así andábamos, en coche hacia su casa hablando de mi pequeña bola de grasa que antaño Jaime confundiese con una riñonera ¡dichoso él que no ve los defectos ajenos!, cuando, dando un salto inesperado, mi morena y negra musa, soltó un sorpresivo:
-Tienes que enseñarme tu espada.
Y yo, hombre cabal donde los haya, educado en colegio de pago, de buena familia y mejor educación, de cultura y respetuoso ante todos, estuve a punto de estrellarme con el coche. Que una hermosa señorita te pida que le muestres tu espada tiene su aquel, que te lo solicite tu musa intempestiva es impetuoso y, en nuestro caso, casi incestuoso. Así que recobré las formas agarrando fuerte el volante para no volar al más allá y comprobar si lo contado una hora antes por Clint Eastwood tenía algo de verdad, me mordí la lengua, pensé y sopesé posibilidades y, finalmente y muy seriamente, respondí:
-Así sea, la próxima vez que vaya a Roche te la muestro, que no es plan de enseñarla por la calle.
Amén de que por su tamaño no cabe en el maletero de mi coche y si fama tengo ya de haber perdido la sesera, imagínense mi estampa en la calle Ancha, espada en mano bajo el balcón de su casa. ¡No, pardiez! Todo lo ganado perdido por un poco de acero, y ni siquiera toledano.