III. Traición

Hamman había ordenado que fuera vigilado en todo momento, y la sombra de sus hombres se mostraba una pesada carga para abandonar su palacio; aun así, esa noche debía ir a visitar a Joao Afonso, por lo que tan solo se me ocurrió una treta:

—Abdul, la reina quiere que entregue misiva al gobernador de la ciudad. Diego ha ejercido de intermediario y esta noche el gobernador ha decidido recibirme; por eso os solicito que retiréis vuestra protección y me permitáis marchar solo hasta él. Sé que mi pasado marca mi destino, pero os prometo que regresaré a vuestra casa para honrar vuestra hospitalidad. Si lo deseáis, solicitaré que estéis con nos esta noche, más lo que debo decir a Joao solo debe ser oído por sus oídos.

Hamman rio antes de contestar.

—Sé que tenéis dicha reunión ¿acaso creéis que Diego tiene poder suficiente para llegar hasta él? No, mi buen Fernán, en esta ciudad todo se hace siguiendo mis órdenes. Tanto que sé que buscáis quién os lleve a Uadane, pero ¿no había acordado hacerlo yo? —Me sorprendió que Abdul supiera mis intenciones y debió notarlo en mi rostro—. ¡Oh, Fernán! Os creía más ducho, ¿de verdad pensasteis que no me enteraría? Pero tranquilo, igual que sé eso, sé lo válido que habéis sido para Cabrón y para Rodrigo Ponce de León, igual que sé que la reina ha confiado en vos algo más de lo que portáis en ese cajón. Si os he recibido en mi casa es por ello; y por ello cumpliré mi promesa. ¿Queréis estar seguros de mi lealtad? —Sin ser consciente de ello, afirmé con la cabeza—. Sea. Id con Diego esta noche, pero dejad que mis hombres sean vuestros escuderos.

Aunque hubiera podido negarme a ello, no lo hice. Deseaba saber qué se llevaba entre manos mi viejo amigo y la única forma era acompañarle a la reunión con Joao Alfonso. Así que realicé los preparativos como había previsto con Diego a la mañana, pero cada paso que íbamos a dar fue informado a Abdul. Si algo había aprendido con los años era que nada era lo que parecía cuando los intereses económicos estaban por medio; Abdul estaba siendo claro con sus deseos: quería sacar partido de mi empresa; Diego, sin embargo, escondía su verdad y necesitaba saber cuál era.

A la hora indicada, Diego acudió a recogerme en la trasera de la vivienda. Un pequeño ventanuco, convenientemente oculto y abierto, me permitió encontrarme con él. No miré atrás cuando comenzamos a avanzar por los callejones que nos llevaban a la medina vieja; no me hacía falta para saber que dos hombres, escondiendo sus espadas bajo sus capas, caminaban como fantasmas siguiendo nuestros pasos. No temí que nos perdieran en nuestro caminar, ya que al menos en tres ocasiones llegamos a cruzarnos con alguno de ellos, como si ya supieran los caminos que íbamos a seguir.

—Diego, no conozco esta ciudad como vos, pero juraría que nos alejamos del castillo.

—No vamos al castillo, Fernán. Joao nos espera en un lugar menos… indiscreto.

Aquello no me gustó. Sabía que, aunque mis sombras no pudieran entrar en el castillo, Abdul tenía otros ojos dentro; sin embargo, Diego me estaba llevando a un nuevo destino del que no habíamos tenido noticia. Uno de los moros de Hamman se cruzó en ese momento con nosotros, golpeándome en el hombro y aprovechando para decirme “la taqlaq”, un simple “tranquilo” que me calentó el alma y me dotó de fuerza para acometer la empresa: era verdad que en esa ciudad nada se movía sin que Abdul lo supiese.

—¿Qué os guardáis entre manos, Diego? —Me detuvé en seco—. ¿A dónde me lleváis?

—Con Joao, os lo he dicho Fernán; pero lejos de los oídos de Abdul. ¿O acaso creéis que no sé que esos hombres nos vigilan? —señaló con la cabeza a las sombras—. Pero aun hay lugares seguros.

—Diego, confié en vos, pero sé que me escondéis vuestros verdaderos intereses. Abdul ha sido claro: desea oro y su parte de un negocio que ni yo conozco. Parece que hasta la ciudad llegaron rumores de mi arribada antes de que se produjese. Decidme, ¿realmente qué pensáis que voy a proponerle a Joao?

—Buscáis crear una nueva ruta del ámbar y para eso necesitáis este puerto.

—¿Estáis seguro de ello? Podríamos hacerlo desde el norte, desde las Afortunadas —dije refiriéndome a las tierras descubiertas por Betancourt y que tan bien conocí con Pedro Cabrón.

—Tendríais que cruzar el reino de Fez y adentraros en el desierto desde el norte. Demasiados problemas que se podrían resolver desde aquí. Isabel tiene buen trato con el rey Juan y la muerte de su padre Alfonso ha reforzado esa cordialidad. Y ambos tienen intereses en las rutas caravaneras.

No negué la suposición, pues me convenía que eso fuera lo que pensaran de mi misión. Aunque se escondía mucho más de lo que creían, solo la reina y yo conocíamos la verdadera razón que me llevaba a cruzar un mundo de arenas y penurias.

—Sea, llevadme con Joao y cerremos esto ya.

—Ya estamos aquí.

Dio dos pasos hasta un callejón tan estrecho que tuvimos que encogernos para atravesarlo, caminando de lado. De esa forma, Diego controló que mis guardaespaldas no me seguían. Giramos en un recodo y la calle se abrió. En ese momento, echó a correr; y yo lo hice con él temeroso de verme solo y casi desarmado —guardaba una daga en la caña de la bota— en una emboscada. Comenzaron a abrirse puerta a diestra y siniestra, como un juego en el que nada era lo que parecía. El temor fue ganando paso hasta que fui arrastrado a una de ellas. Había sido abrazado por un gigantón vestido con chilaba oscura como la noche. Diego continuaba su carrera por los callejones, y mientras la puerta se cerraba pude ver como los hombres de Abdul corrían tras él. Ahora sí, estaba solo en Arguim.

Publicado por Javi Fornell

Historiador y novelista. Amante de las letras y de los libros. Guía turístico en la provincia de Cádiz y editor en Kaizen Editores

Deja un comentario