Nadie parecía fijarse en aquel hombre que, cabizbajo y taciturno, paseaba por el camino que rodea el convento de Capuchinos con unos rollos de lienzo bajo el brazo. Nadie, tampoco, fijó su mirada en él cuando se sentó a horcajadas sobre una de las piedras cercanas al canal Caleta. Eran demasiados los que recorrían las calles de Cádiz buscando inspiración y fortuna como para que alguien echase cuentas a un joven con aires de artista triste y despistado. Más en aquella ciudad, que despedía el siglo en plena ebullición.
Habían tardado, pero por fin la ciudad recuperaba su esplendor, ese que le había convertido en objetivo, por igual, de los ávidos corsarios ingleses y de los crueles berberiscos. Esteban se lamentó una vez más de haber seguido a su maestro Juan del Castillo hasta Cádiz con la esperanza de hacer algún capital que le permitiese seguir sus estudios de pintura. Aún no poseía recursos suficientes y debía conformarse con un jergón maloliente en un viejo mesón que había sobrevivido a los incendios del 96 pero que, varios decenios después, aún conservaba hollín en sus paredes. Por eso, cada mañana, cuando la hija del mesonero le avisaba de que era hora de abandonar la habitación para que fuese usada por otros, marchaba hasta el mar, hasta aquel mismo lugar y, en silencio, pintaba lo que veía. Siempre buscó que sus pinceles reflejaran sentimientos en rostros, pero aquel rincón le aportaba tranquilidad lejos del bullicio de una ciudad que parecía no dormir jamás.
Fue allí donde conoció a Nahim, un negro de pelo rizado y ojos amarillentos, vestido con una rica librea roja y azul que contrastaba con la dureza de su rostro. Un encuentro tan extraño como afortunado.
—Mi señor quiere —dijo sin preámbulos— un retrato para que presida su casa y me ha pedido que le busque a un pintor que lo haga. Sé que has logrado vender algún que otro cuadro en la Correduría. —Se refería al mercadillo que solía disponerse frente a las puertas de la Casa del Cabildo bien entrada la tarde y al que acudía, como ya había hecho en el mercado de Feria en Sevilla—. El viejo pagará bien.
—En ese caso —le respondió el sevillano—, ya tenéis lo que buscáis.
—La mitad de lo que cobréis será mío— aseguró el negro antes de darse la vuelta y comenzar a caminar en dirección al barrio de Santa María—. ¿Venís?
Esteban recogió sus cosas, metiendo los pinceles en un hatillo que se colgó a la espalda, y avanzó tras el criado, que, dando grandes zancadas, se perdía ya entre la marabunta de gentes que, a esas horas, oteaban el horizonte tratando de adivinar los próximos navíos que arribarían al puerto. Corretearon por las casas que habían comenzado a levantarse en las antiguas viñas de la ciudad, que ya no volverían a verdear jamás, y se dirigieron hacia Santiago. La fisonomía de la ciudad comenzó a cambiar y donde antes se levantaban corrales de vecinos, ahora comenzaban a florecer casas palacios que competían entre sí en suntuosidad.
—Es por esto que vine a Cádiz siguiendo a mi maestro— le dijo al negro—: espero hacer algo de fortuna para poder ir a la Corte y estudiar en alguna gran escuela.
—A mí me trajeron los piratas de Tierra del Oro. —El esclavo se giró agasajándolo una mirada indiferente—. Me vendieron en esta ciudad a un joven que hoy es viejo; aquí sigo y moriré aquí. Cádiz es tierra de aventureros y esclavos, y son muchos los que vienen pensando en irse y terminan muriendo aquí, tú también lo harás, pero eres joven y aún no lo sabes.
—No me quedaré aquí. Es solo un paso para continuar mi camino…
—La fortuna solo acompaña a los afortunados —le cortó—. Mira a tu alrededor: ¿qué ves? —Murillo observó a los que se movían por la calle y comprendió en silencio—. Son como tú y como yo: esclavos. Yo lo sé, tú aún no. Pero todos estamos al servicio de los poderosos. De viejos como Giovanni Bielato, o cualquier otro de los italianos que se asientan en la ciudad. Ellos son los dueños de nuestra vida.
No sabía nada del esclavo, ni tan siquiera su nombre, y sin embargo ya lo admiraba por la profundidad de sus ideas y la sencillez de sus palabras. Lo observó por primera vez: los ojos amarillentos mostraban inteligencia y cansancio por igual. El rostro, picado de viruela, era tosco y brutal, con la marca de una vieja cicatriz recorriéndole la cabeza, desde la oreja izquierda hasta perderse por el cuello de la librea. Sin duda, un recuerdo de los piratas que le hicieron prisionero en su tierra. Y, sin embargo, mostró gran dulzura cuando acarició la cabeza de un niño, tan negro como él.
—Aquí es. —Se había detenido junto a una fachada de piedra que le resultó sorprendentemente sobria, con dos anchas columnas de mármol que enmarcaban una puerta de madera que daba paso a un pequeño pasillo que permitía el acceso al patio.
—No sé ni vuestro nombre— le dijo con renovado respeto—. Yo soy Bartolomé Esteban.
—Nahim Bielato.
Fue la última respuesta que recibió del negro antes de que le condujese por el patio hasta una amplia sala de grandes ventanales, a la que accedieron por una majestuosa escalera que arrancaba en el patio porticado. Observó con curiosidad la estancia, repleta de pequeños cuadros que abarrotaban la pared. Había de todo: retratos de niños, bodegones, obras sacras, paisajes… Giovanni Bielato era un coleccionista sin criterio y eso, pensó, le permitiría ganar un pequeño capital para cumplir sus sueños: dejar de ser ese esclavo que había vaticinado Nahim y poder marchar de Cádiz cuanto antes para conseguir sus objetivos y visitar Madrid y, tal vez, París o Italia.
Bielato no se hizo esperar y al poco cruzó el umbral de la sala. Era un hombre orondo y canoso que vestía con ricas ropas adornadas con botones de oro y plata. Miró al joven de arriba abajo antes de sentarse en un mullido sillón.
—Fray Antonio me ha dicho que sois el mejor discípulo de Castillo, ¿es cierto?
—El fraile es buen hombre y me tiene en estima. —Murillo comenzó a entender las razones que habían llevado a Nahim a buscarlo en la Caleta.
—No habéis respondido a mi pregunta ¿sois o no el mejor alumno de Castillo? —insistió don Giovanni—. Os pagaré bien, pero solo si sois lo que espero.
—Dejad que os muestre mis obras y vos mismo podréis haceros idea de ello.
El joven desenvolvió los lienzos que llevaba consigo para venderlos en el mercadillo y dejó que el italiano los observase lentamente, uno a uno, asintiendo con la cabeza como signo de aprobación cada vez que veía algo que le gustaba, deteniéndose para contemplar con parsimonia un pequeño cuadro de la virgen del Carmen, que tanta devoción levantaba en la ciudad.
—Magnífico, magnífico —repetía sin cesar cuando un joven rubio y sonriente entró en la habitación seguido de Nahim—. ¿No os lo parece, Bozán?
Aunque los ojos del recién llegado trataron de esconder su asombro mientras asentía ante el exagerado éxtasis de don Giovani, no lo lograron. Sus palabras, sin embargo, trataron de devolver la cordura al encuentro.
—No negaré su maestría, pero aún le queda mucho camino por recorrer a nuestro nuevo y joven amigo. —Esteban hizo una mueca de desagrado al ser tratado como un niño cuando el propio Bozán no debería ser mucho mayor que él—. Veamos, primero, cómo trabaja con alguna obra realizada expresamente para usted y, luego, si Dios lo permite, podremos iniciar una larga relación.
—Sin duda, tengo al mejor de los secretarios —Don Giovani puso una mano sobre el hombre de Bozán, que se movió incomodo—: siempre preocupado por mis finanzas. ¡No temáis! Sé que Esteban no me defraudará, trae buenas recomendaciones y su obra es excepcional. Hoy me quedaré con esta Virgen, si no tiene ya otro dueño. Pagadle lo que pida y que vuelva mañana para comenzar los retratos de mi esposa e hijas.
No dio tiempo a agradecimientos, pues se volvió y, con el cuadrito entre sus manos, se marchó de la sala dejando a los dos jóvenes en ella, mirándose con curiosidad y suspicacia por igual. El rostro de Bozán perdió toda su simpatía y sus gestos se volvieron adustos, casi violentos, cuando se acercó a Esteban.
—No os creáis que os aprovecharéis de Giovani—. Le apuntó con un dedo acusador mientras se tocaba con la derecha una daga colgada al cinto—. Es un buen hombre y no dejaré que le robéis.
—No es mi intención robarle, sino pintarle. A no ser, claro, que aún creáis que así le robo parte de su alma, no debéis temer por mí, pues no tengo daga, sino pincel. —Tendió su mano manchada a su interlocutor y con una amplia sonrisa en la boca—. No seamos enemigos, si Dios quiere y don Giovani lo permite, me veréis mucho en esta casa desde hoy en adelante.
—Os estaré vigilando, Esteban. No lo dudéis.
—No lo haré— respondió—, pero ahora, si me lo permitís, pagadme mi parte y marcharé a buscar materiales para mañana cumplir los deseos del señor Bielato.
Dejo la casa con un buen puñado de monedas en el bolsillo, así que decidió que era hora de cambiar su pequeño antro por un lugar mejor. Recorrió la ciudad con tranquilidad, caminando en dirección a la Correduría con la esperanza de comprar algunos pinceles nuevos a buen precio y algunas camisolas que le permitiesen mostrar un buen aspecto ante su nuevo mecenas. Jugaba con las monedas en el bolsillo mientras se adentraba entre la muchedumbre que pululaba en la cercanía del muelle. Sonriendo a sabiendas de que su suerte podía haber cambiado y deseoso de dejar la posada y poder alquilar una habitación en alguna de las muchas casas que ofertaban habitaciones a un módico precio. Y con lo que le habían pagado, tendría para un par de semanas: tiempo suficiente para haberle vendido alguna otra obra a Bielato y quizá a algún otro mercader con gran ego.
Iba buscando con la mirada un portal concreto, en el que sabía que podría encontrar lo que buscaba, cuando se topó de bruces con la realidad. Un grupo de niños mugrientos y haraposos lo rodearon tirándole del hatillo, de la camisa, de los pantalones, golpeándolo en la espinilla mientras se reían de su creciente nerviosismo y miedo. No importaba el poco tiempo que llevaba en la ciudad, eran muchas las historias que había oído sobre aquellos grupos de hambrientos infantes dispuestos a jugarse una tunda por unas pocas monedas, y con menos miedo a la guardia que al matón de turno que los vigilaba desde lejos.
Trató de zafarse buscando desesperado la ayuda de alguno de los transeúntes, pero ninguno pareció dispuesto a ayudarlo. No en aquella ciudad que se tornaba luminosa y oscura por igual, que aquel día le había mostrado el lujo con el que vivían los grandes comerciantes y que ahora se descubría peligrosa y lúgubre. Se pegó a la pared, protegiendo el hatillo con los pinceles con uno de sus brazos mientras con el otro trataba de liberarse del cerco. Los niños reían. Con la risa maliciosa de quien hace daño porque puede y quiere. Logró avanzar unos centímetros hasta la portada que debía ser su refugio cuando uno de los críos le arrancó el hatillo de entre los brazos, soltándose y dejando caer por el suelo los tesoros que escondían: los pequeños lienzos pintados con esmero y enrollados sobre sí mismo; sus pinceles, las pinturas, inservibles toda vez que tocaron el suelo llenándolo de color. Se dejó caer de rodillas, sin recordar que aún llevaba en el bolsillo las monedas que le entregase Bozán. El dinero, ese que pensó le cambiaría la suerte, no tenía importancia alguna frente a sus cuadros caídos en el suelo, pisoteados y ensuciados entre los pies de la pequeña horda de pequeños ladrones.
—¡Dejadme! —suplicó—. No tengo nada que queráis, nada.
Mostró las manos manchadas de pintura, las palmas hacia arriba, como si quisiera demostrar que no escondía nada. Sin recordar que en su bolsillo guardaba suficientes maravedíes para las próximas semanas. El miedo se transformó en pavor cuando una sombra se alzó sobre el grupo y distinguió el reflejo azulado de una hoja de metal. Y pensó que moriría en aquella ciudad que no era la suya y sin poder demostrar todo su talento. Moriría en aquella calle, cuyo nombre no conocía, sobre la tierra manchada con sus propias pinturas conformando un barro pegajoso y colorido que se antojaba sangre seca bajo sus manos temblorosas, ya apoyadas en el suelo, clavadas las uñas en la arena; vencido y apaleado. Recodando las palabras de Nahim: morirás en esta ciudad.
Pero cuando esperaba que el frío acero se adentrase en su carne, notó una mano cálida sobre su hombro que le animaba a ponerse en pie. Bozán le ofreció la mejor de sus sonrisas mientras Nahim recogía los lienzos del suelo. Los niños se habían apartado ante la llegada del negro y miraba de soslayo el callejón desde el que un armenio gruñó inteligibles palabras, antes de dispersar a sus niños con un gesto y perderse entre la multitud.
—Gracias —logró balbucear cuando por fin recobró el habla—. Pensé que iban a matar.
—Aún te quedan cuadros que pintar. No sé cómo podría haber sobrellevado la pesadumbre de don Giovanni por haberte perdido—. Le dio los pinceles que había recogido del suelo mientras el negro quitaba el polvo a los lienzos, que parecían no haber sufrido muchos males—. ¿Dónde vivís? Os acompañaremos.
Esteban dudó, no quería mostrarle el tugurio en el que habitaba esos días, pero tampoco tenía otro lugar al que ir. Miró el portal que se abría a pocos pasos de ellos, aquel al que se dirigía con el fin de alquilar habitación.
—No os preocupéis, es aquí mismo.
—Mentís demasiado mal. Y si no lo hacéis, os recomendaría que cambiaseis de residencia. Este barrio no es seguro, como habéis comprobado…
—No tengo a dónde ir —se sinceró—. Cuando mi maestro se vino a Cádiz le seguí desde Sevilla esperando hacer carrera, pero llevo meses en la ciudad y solo he logrado vender algunos cuadros en el mercadillo y esa virgen que se ha quedado don Giovani. Malvivo en tugurio en el Pópulo y cada mañana me echan para que otros ocupen mi jergón. Durante el día vago por la ciudad, hasta que a la noche puedo regresar.
Se detuvo un segundo, intentando entender qué le había llevado a sincerarse con Bozán. Quizá la única razón era que estaba asustado como jamás antes lo había estado, o tal vez creyese que se lo debía por haberle salvado la vida. Fuera como fuese, se había descubierto a sí mismo explicándole al genovés todas las penurias que había vivido desde su llegada a Cádiz.
—Tranquilizaos, Esteban. Dejadme que os invite a un vino y pensemos alguna solución. El mejor pintor de la ciudad no puede malvivir en antros de mala fama. Dejadme que hable con Giovani. Esta noche —le prometió— os quedaréis en mi casa y tendréis cama y techo en ella hasta que encontremos una mejor solución.
Aquel encuentro cambió su relación con el joven secretario de don Giovani, y en los días que pasaron juntos entablaron lazos tan fuertes que ni el tiempo ni la distancia pudieron romper. En esos días en los que las tardes se alargaban y las conversaciones se extendían hasta bien entrada la noche, hablaron de sus sueños de viajar y conocer mundo, y vieron que eran tantas las cosas que les unían como las que les separaban. Bozán deseaba viajar a Genova y Florencia y entablar relaciones comerciales en las Indias, quizá incluso visitarlas, y esperaba algún día poder fletar sus propios navíos para comerciar con toda Europa. El día que consiga eso, aseguraba, habré logrado mi objetivo. Esteban le hablaba de sus deseos de visitar la Corte, y marchar a Francia y Londres a estudiar técnicas que le permitiesen mejorar.
Y los dos emprendieron viajes y sueños que les alejaron durante un tiempo, aunque ninguno olvidó al otro. Y cuando, muchos años después, Bozán recibió el encargo de buscar pintor para la Capuchinos, no lo dudó: aquel joven que conociese tanto tiempo atrás tenía fama de ser uno de los mejores pinceles de Sevilla y de España. Por lo que terminó reclamado su presencia en Cádiz y, en cierta forma, le volvía a salvar la vida, devolviéndole parte de la alegría perdida tras la muerte de su esposa.
Como la primera vez, también esta habitó en casa de Bozán mientras terminaban de montar su estudio en la biblioteca de Capuchinos. En esos días, le prometió realizar varios retratos de su familia a cambio del alojamiento, pero cuando lograba tener un tiempo de asueto, caminaba hasta la caleta y se sentaba al borde del mar, buscando la tranquilidad y el silencio para planificar el trabajo que debía llevar a cabo: el retablo mayor del convento. Llevaba años pintando vírgenes, incluyendo la Inmaculada Concepción que le habían solicitado los filipenses Diego Liñán y Pedro Acebedo para la ermita de Santa Elena y que ya estaba expuesta en la ciudad. Además, en aquel pequeño rincón, volvía a su juventud y lograba evadirse de la tristeza que le consumía.
—Cómo han cambiado las cosas, Esteban. —Se giró casi asustado—. ¿Recuerdas cuando nos conocimos? En este mismo lugar. Entonces te dije que volverías y lo has hecho.
—¿Nahim? —No podía creer que el negro continuara vivo—. ¿Cómo iba a olvidarlo? Ese día conocí a Bozán y, curiosamente, logré irme de la ciudad. —Le miró de hito a hito—. Ha pasado mucho desde entonces, pero tú sigues igual.
—Soy un esclavo y los esclavos no debemos cambiar si queremos seguir siendo útiles. Y me debéis 150 maravedís.
—¡Aún no me habéis perdonado la deuda! —Rio con fuerza recordando la pequeña virgen que le había vendido a don Giovani por 300 maravedís.
—Las deudas deben pagarse siempre, Murillo —el negro le hablaba con total confianza, como si siempre hubieran sido amigos y no hubiesen pasado 40 años desde su marcha de la ciudad—. Cuando uno llega a mi edad, trata de quedar en paz con los hombres y con Dios. Sí —confirmó—, finalmente abracé la fe en Cristo.
—Tenéis razón, Nahim. En cierta forma, fue gracias a ti que volví a Sevilla y, luego, partí a la Corte y viajé a Francia e Inglaterra. —El esclavo abrió la boca con asombro—. Ahora que vuelvo a Cádiz, pagaré mi deuda. Pero reconocedme lo que entonces no quisisteis: me buscaste por orden del capuchino, no porque me conocieras por mis cuadros.
Nahim soltó una risotada que no pareció corresponder con su cuerpo. Una carcajada limpia y fresca a la que se unió Murillo. Hacía mucho que no reía y, de pronto, aquel encuentro casi fortuito le devolvía a su juventud; a un tiempo en el que aún deseaba comerse el mundo y llegar a ser el gran pintor que, según decían en Sevilla, era ya. Al menos, y eso no era poco, había logrado vivir de sus pinceles e incluso abrir taller y acoger alumnos. Pensó en ellos y en el trabajo que estarían realizando en ese momento. No sería sencillo anclar los andamios y cualquier error podría ser mortal, aun así, confiaba en ellos y estaba seguro que cuando los revisase todo estaría correcto antes de comenzar el montaje de los Desposorios de Santa Catalina.
—¿Cómo habéis dado conmigo? —preguntó cuando terminaron de reír.
—No me creeréis, pero mi señor desea que le hagan un retrato y me ha mandado buscaros aquí.
—¿Bielato continúa con vida? —Pensó en el viejo y se dio cuenta de que nunca llegó a saber su edad. Si seguía vivo debía ser realmente anciano.
—No, don Giovanni falleció hace años, pero me dejó a su hija y ahora mi hijo y yo estamos al servicio de los Colarte.
Murillo recordó al crío y no pudo dejar de sonreír tristemente al recordar a Juan, al que había comprado siendo infante y que le había servido de inspiración para pintar Tres niños unos años atrás. Al final, él también se había convertido en un señor que poseía las vidas de otros. Y las palabras de Nahim volvieron a su mente: “somos esclavos”, le había dicho hacía ya mucho, pero mientras el negro no había logrado romper las cadenas que le unían a Cádiz y a su señor, Murillo había logrado todo lo propuesto. Y, aun así, su acompañante se mostraba feliz, mientras él no lograba recuperarse de la pérdida de su amada Beatriz.
Comenzó a recoger los bocetos que ese día había comenzado a pintar, una serie de mendigos que le había solicitado Nicolás de Omazur, otro mercader amigo de Bozán y que había llegado a la ciudad desde Sevilla, donde había oído hablar de Esteban. Fue junto a Nahim cuando se dio cuenta que estaba plasmando en ellos el miedo y el dolor que sufrió apenas cumplidos los 21 años en aquella paliza de la que le salvasen el esclavo y el joven secretario.
—Teníais razón, Nahim —dejó que sus pensamientos se convirtiesen en palabras—. Han pasado… ¿cuántos? ¿cuarenta años desde nuestro primer encuentro? —Nahim confirmó con la cabeza, dejándole hablar— y aquí estoy de nuevo. Mirando el mar y dibujando rostros, recordando que aquí descubrí la miseria y el dolor, aquí pasé hambre y frío, pero también di pasos que me han llevado a ser quien soy. Una vez me dijisteis que tú y yo somos esclavos y que no lograríamos dejar de serlo. Durante estos años mi vida ha cambiado y ya no soy aquel jovenzuelo que llegó a Cádiz buscando fortuna: me casé con una mujer maravillosa que me amó y a la que amé hasta el día de hoy, aunque la muerte nos haya separado por un tiempo. Tengo el nombre como pintor que siempre soñé e, incluso, yo mismo he tenido esclavos. Pero, en el fondo, yo soy un esclavo también: sí, visto ropas lujosas, trabajo entre lienzos y pinturas, y he podido vivir de ellos sin grandes lujos ni penurias. Pero soy esclavo de mis pinceles. —Recogió sus cosas y se encaminó en dirección a Capuchinos—. Espero que no os importe que hagamos una parada para revisar el trabajo que están haciendo para el montaje del andamio. Una mala caída me puede llevar a cumplir vuestros peores presagios, y una cosa os digo, mi buen amigo: no moriré en esta ciudad. No, al menos, ahora.