Al escuchar aquellas palabras, Miguel quedó paralizado, observando al hombre al que se enfrentaba: sus ojos tristes, de un opaco color verde resaltaban en la blanquecina piel de su cara, cubierta por una barba canosa. Debía tener unos cuarenta años, pero las arrugas y cicatrices le conferían el respeto del anciano. No portaba armas; no las necesitaba ya que otros cubrían su espalda y, si Miguel hubiera intentado acabar con su vida, no habría llegado a posar los dedos sobre su Remington. Lo observó mientras su mente vagaba en busca de una respuesta. Desde que matase a su padre hacía casi 16 años nunca había tenido dudas de qué camino seguir. Si el encargo hubiese llegado sólo diez horas antes, tampoco habría tenido dudas. Siempre se había movido por un dinero que luego no utilizaba. Que reenviaba regularmente hasta casa de su hermana. Aquella a la que le había robado la vida.
Pero ahora algo había cambiado. La conejita del hotel, con sus vaivenes rítmicos y sus murmullos, lo había transformado. No importaba que la que él creyó mujer fuese la hija de 16 años de su jefe. No importaba que el principal mafioso de la zona le hubiera contratado para defenderla ni que su rival quisiera contratarle para matarla. Nada de eso importaba ahora. En aquella bañera de hotel, con aquella que él pensó puta, creyó ver una salida a su desafortunada vida. “Maldita mi vida y mi suerte”. Tan solo diez horas antes no habría dudado en matarla; ahora sabía que moriría por salvarla. Lo supo en ese preciso instante. Cuando aquel hombre de mirada dura le llamó Uphir, justo en ese instante supo que había perdido. No importaba que decisión tomase: ese preciso momento era el que había marcado su propia muerte.
—No.
—¿Cómo?
—No la mataré.
—No sabes cual es el precio.
—Mi vida es el precio. No la mataré. Es más. Debo defenderla y no creo que tú puedas pagarme más que su padre.
—¿Tú eres el canguro? —soltó una risotada—. No pensé que el temible Uphir acabase de babysister de una quinceañera mal criada.
—Soy el guardaespaldas de la hija de Magnus a la que, por cierto, tú quieres asesinar.
El hombre comenzó a reír. Mientras Miguel se encogía de hombros y comenzaba a darse la vuelta. Caminó lentamente por el callejón, de regreso a su viejo apartamento, con las manos en los bolsillos y silbando una tonadilla sin sentido. De pronto se detuvo y se giró:
—Si tengo que acabar con tu vida para salvar a la niña lo haré. Y sabes que no habló en vano. Puede que esta sea tu última oportunidad de acabar conmigo. No volveré a darte la espalda.
—Acabarás muerto Uphir. Y yo mismo disparare la bala que acabe con tu vida.
—Es posible, pero, ¿será hoy?
Caminó despacio, esperando que su ahora enemigo le disparase por la espalda. Deseando escuchar el tiro que acabase con su vida antes de que terminase por convertirse en un infierno. Y sabía que Ariel se iba a convertirse en su San Pedro particular. La niña le abriría las puertas del cielo cada vez que recorriese su piel, pero con cada beso y caricia ardería su alma en el infierno. No miró atrás, ni siquiera suspiró aliviado al cruzar la esquina y saberse a salvo. “Quizá deba volver, buscar que me mate. Sería lo mejor”. Pero no lo hizo. Continuó su camino hasta el viejo apartamento. Elevó el rostro al entrar en su calle, como tantas veces, y se sorprendió al ver apagarse las luces de la ventana del baño.
Corrió hacia el ascensor, con el arma en la mano y dispuesto a disparar a quién se cruzase en su camino. Aquel apartamento de mala muerte era su refugio, el lugar en el que se encontraba a salvo. Su santuario. No dejaría que nadie mancillara aquel rincón husmeando en sus pocas posesiones personales. Entró en el pasillo, ralentizando el paso. Notó como el corazón se le aceleraba mientras caminaba tranquilo hacia la puerta del apartamento 9C. Apoyó la mano en el picaporte y empujó la puerta lentamente mientras agudizaba el oído. Se sorprendió al escuchar la melodía del “Por qué te vas” cantada en un perfecto francés. Entró lentamente, agazapado sobre sí mismo, dispuesto a disparar a la intrusa que había invadido su espacio. Y, entonces, la vio. Su ángel perverso cantaba en el salón del apartamento. Mientras se peinaba, el agua corría por su espalda desnuda hasta el suelo, acariciando la blanca y hermosa piel de Ariel. Él se quedó quieto, observando la belleza adolescente que le atormentaba desde la penumbra del recibidor.
—¿Qué haces aquí? —logró articular al fin, mientras ella daba un paso atrás, asustada.
—Venía a verte. Yo quería…
—No lo digas, no tienes derecho. No debes. No puedes entrar en mi casa.
—Solo quería verte… no creí que te molestase, amor.
—No me llames amor. Soy tu guardaespaldas. El hombre al que tu padre ha contratado para salvarte la vida ¿y tú te dedicas a recorrer las calles de noche para venir a mi casa? ¡Maldita seas, niña! ¿no ves que te pueden matar? —gritó exasperado.
—Yo sólo… solo, quería verte. Y sentirte junto a mí. Quería terminar lo que empezamos en el hotel…. Tan sólo deseaba desayunar contigo mañana.