Despertar de la realidad es algo complicado. Es complicado cuando te toca dejar atrás muchas cosas que creías certeza en tu vida, como esos amigos que siempre se hacían presentes; que siempre estaban a tu lado. Es complicado cuando toca romper con el pasado y arrancar nuevamente. Yo lo hago cada poco tiempo, reinicio mi vida buscando nuevos pilares en los que sustentar mis tambaleantes pasos; nuevos espacios que convertir en rincones seguros, en los que te sientes tú y no te ves obligado a «disfrazarte».
En los últimos tiempos estoy en esa fase de reinvención perpetúa, en la que afianzo nuevos lados mientras me doy cuenta de que muchos de los pasados no eran más que una falacia, un velo que ocultaba las miserias de quienes no pueden ofrecerte nada. Miro con tranquilidad viendo que no estaba dónde quería; que yo quería echar una tarde tranquila, hablando de Chesterton, de Auster, de King, de Follet, de Reverte o de Torquemada y no creyéndome un quinceañero escondido en el cuerpo de un cuarentón que se cree cuarentañero que sigue pasando sus noches rodeado de cubatas y gin-tonics.
Será, quizá, que no me he reinventado; ya que con los veinte yo ya me sentía pez fuera del agua en esos ambientes. Será que simplemente me he quitado las mascaras que convertí en corazas para defenderme de mi mismo. Siempre fui mi peor enemigo, el que se negaba a ver su propia realidad; el que no acepta cómo es y no quiere ver que no tiene nada que ver con quienes estaban a su alrededor, hasta esconderse, una vez más, de sí mismo. Ninguneando sus propias potencialidades; achicándose para no destacar entre la mediocridad.
Pero eso se acabó. Durante años sufrí el síndrome del impostor, me sentí el bicho raro por preferir un buen libro y una conversación a una discoteca donde el ruido impide oír las voces. Quizá estos meses me hayan servido para mucho. Para fortalecerme a mi mismo sin murallas tras las que parapetarme. Quizá, simplemente, he decidido ser yo.
Javi Fornell 