Cogió la chaqueta antes de salir a la calle y sonrió cuando el gélido aire de la noche le azotó en el rostro, obligándole a esconder la cabeza en el cuello alzado de la chaqueta. Metió las manos en los bolsillos y caminó entre las sombras de la noche sin saber que la casualidad cambiaría su vida de nuevo
Caminando por la oscura calle, escuchando el ruido de los coches al pasar junto a él; se arrebujó en el interior del abrigo, tratando de darse calor a sí mismo, y cruzó los brazos sobre el pecho. Notó que la mano se le quedaba pegada a la chaqueta, y no pudo más que sonreír al recordar la aterrada mirada del chico cuando entró en la casa. Sabía que no debía caer en ese tipo de acciones ya que aquel crío tan solo se había dejado llevar por sus instintos y luego se desentendió de las consecuencias. «Paradójico», pensó, «por dar una vida ha perdido la suya. Seguro que no espero morir antes de los 17». Sonrió levantando la vista hacía la luz del hotel. Estaba demasiado cansado para un encuentro como aquel, pero no deseaba quedarse en la casa. Era una suerte de tradición que trataba de cumplir siempre, como si con aquello recuperase la humanidad después de haber acabado con una vida.
Entró por la puerta, buscando con la mirada a la joven de pelo verde, vestida de conejita, que había visto en otras ocasiones. Aún no sabía su nombre, no importaba. La chica le esperaba junto al ascensor y él caminó directo a ella. En silencio, entraron juntos en el elevador que los llevaría a la planta 18. Mientras se quitaba el abrigo, la chica se fijó en la mancha roja que se había impregnado a su camisa blanca.
—Creo que voy a necesitar otra —dijo, ya dentro de la habitación, mientras arrojaba la corbata sobre una silla y la camisa a la papelera.
—Yo le traeré una —La mujer estaba preparando un baño, agachada sobre la bañera mientras la pequeña cola de conejo mostraba sus encantos.
Miguel se acercó hasta ella y la tomó entre sus brazos antes de abrazarla.
—Podrá esperar, conejita —dijo mientras ella le desabrochaba el pantalón y le empujaba hacia el agua.
—¿De quién es la sangre?
—De un crío
—¿Un crío?
—Sí
—¿Qué hizo?
—Dejar embarazada a su novia y luego olvidarse de la chica.
—¿Y qué le has hecho?
—Matarlo
—¿Por qué?
—Por cuánto, querrás preguntar
—¿Por cuánto?
—Por 10.000 dólares.
Se hizo el silencio dentro de la bañera. Ella se apartó de él mirándole con sus enormes ojos verdes. La sorpresa se reflejó en su rostro para, poco a poco, tornarse en alegría. Se lanzó sobre Miguel, mientras el agua resobaba en la bañera. Le abrazó y le besó. Y le hizo el amor allí mismo, dejando que el agua corriese entre sus cuerpos. Miguel jugaba con las grandes orejas de conejo que mantenía como única prenda cuando ella lanzó sus últimas preguntas.
—¿Eres un asesino?
—Sí
—¿Y te gusta lo que haces?
—Por supuesto.
—Me gusta….
El teléfono sonó en la habitación contigua. Miguel conocía de sobra aquel tono así que retiró a la conejita de su lado. La empujó, deteniendo el rítmico baile que realizaba sobre su entrepierna. Se levantó y salió del agua, dejando que las gotas corrieran por su espalda desnuda, y caminó hasta coger el móvil sin volver la vista atrás.
—Dime Magnus… aja… de acuerdo… ¿ya?… Sí, sí, está bien… no, tranquilo, no hacía nada.
Se acercó hasta la puerta del baño, parando a recoger la manchada camisa de la papelera. Observó a la mujer, en la bañera, sonriéndole triste con las orejas de conejo achatadas por el peso del agua que las empapaba.
—Tengo que irme
—¿Ya?
—Así es.
—¿Volverás?
—Si no me mata alguien mejor que yo.
—¿Volverás?
—Sí
Se vistió y colocó las armas en su lugar. Dos semiautomáticas en las fundas bajo la chaqueta, y el pequeño revolver que comprase en Marsella en el tobillo. Se detuvo ante el espejo, para colocarse bien la corbata mientras la mujer se dejaba caer en la cama con un suspiro. Cerró la puerta tras él y marchó a la calle. Caminó apesadumbrado, arrepintiéndose de haberla dejado. “No sé su nombre”, pensó, “tal vez no vuelva a verla. Será una más en mi lista, pero, al menos, esta seguirá con vida”.