Hace muchos años comencé, junto a mi abuela, una rutina que me sigue acompañando: tomar un caldo en Roche era como iniciar la temporada de invierno. Y anoche volví a tomarlo. Y quizá por esa asociación de ideas que va de la sopa a la abuela, me acordé de ella. Hace mucho tiempo que nos dejó, pero en el fondo siempre ha estado aquí. Siempre que he tenido un problema, que tenía ganas de hablar con alguien y no sabía con quién, lo he hablado con ella. A veces, simplemente, mirando el pequeño cuadro de la Virgen del Carmen que siempre transportaba de un lugar a otro, y que ahora cuelga de la pared de mi habitación, extendiendo su protección a mí.
Sé que para aquellos que no creen es difícil entender las conversaciones que puedo mantener con mi abuela. Es complicado comprender porque sé a ciencia cierta que me oye y me responde –y sé que lo hace porque protege mis pasos- precisamente porque esa ciencia cierta nace de creer en lo no probado científicamente. Pero no me importa. Hay amores que sobrepasan toda barrera y creo que el más fuerte de todos ellos es que el une a una abuela con su nieto, quizá junto al que los une a sus padres.
Y hoy, no sé porqué, me he acordado de ella, sentada en su sillón verde, riéndose con Mr. Bean o con los Morancos. Escuchando a todos, haciendo como que no oía cuando algo no le gustaba. Alegrándose de nuestros triunfos, escapándose para conocer a su primer bisnieto… Y al tomarme ese caldo al inicio de este invierno que tantas cosas buenas parece traerme, me he acordado de ella, del tiempo que hace que no veo su sonrisa.