Pero me alejo de mi relato. Les decía que iba en el dos. Lleno de mujeres mayores con los carros de la plaza prestas a ir al ídem a comprar. Todas sentadas y hablando a voz en grito de los pormenores de no sé qué cuestión. Nadie parecía fijarse en la chica que se encontraba apoyada en la ventana central. Mirando ahora una casa, ahora Balbo, ahora el mar. Reconozco que yo si me había percatado de su presencia, y conmigo algunos jovenes que disfrutaban de su Hermosa presencia (sí Hermosa, con mayúscula) y todos nosotros pudimos observar como, al llegar a la altura del gran edificio blanco con tejado a cuatro aguas que preside la cuesta, se santiguó. Reconozcó que me sorprendió tal acto, pero no hice ni dije nada. Al menos no hasta que las señoras cambiaron su no sé qué, por el acto de santiguarse de la joven Hermosa.
-Pero shiquilla ¿qué hase? –explotó una señora entre risas- Que aún no hemo llegao donde er Medinaceli.
Y la Hermosa chica se volvió roja. Acalorada y avergonzada por haber sido pillada in fragati realizando tan reprochable acto piadoso.
-¿Pero tu lo ha visto bien? –siguió la señora con la risa ya extendendida por todo el autobús, desde el chófer hasta Abdel, el vendedor de Cds piratas que se sienta, como siempre, en el último asiento del dos –¿No ve’ que eso no e’ una iglesia? ¡que e’ el colegio de’el Campo de Su’!
Y, entoces sí, no pude más que saltar:
-Señora, cada uno le reza a lo cree y se santigua ante lo que teme. Y no hay nada a lo que más se debe temer que al colegio.
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