El osezno dormía tranquilamente, con los brazos y piernas abiertas, dejado caer sobre el suave pelaje de su espalda. Cada noche, se acercaba hasta el otro y unía su calor al de él, reflejando la luz en sus oscuros ojos negros. Cada noche durante muchas noches, el osezno y su acompañante dormían tranquilos. Pacíficamente en aquella cueva imaginaria que era cuarto de blancas paredes. Y, cada día, cuando el sol entraba por las ranuras de la abertura, el acompañante se levantaba y se iba, despidiéndose del osezno hasta la noche.El acompañante llegó a la noche y no lo encontró. Lo buscó hasta resignarse, esperando que la luz del día le mostrase a su peludo amigo. Y, a la mañana, lo buscó. Un reguero de cabezas de rubio cabello le llevó hasta la guarida del monstruo. Observó temeroso el refugió y escuchó el gruñido del temible animal. Corrió hasta su casa, buscando otros que le protegiesen y, de la mano de su divino protector, caminó entre las cabezas cortadas hasta encontrar la de su amigo. No lloró. Miró a los ojos a aquel que le acompañaba, miró a los ojos al perro, miró el resto mutilado del osezno que le acompañaba en sus sueños cada noche. Y supo que siempre viviría en su recuerdo, que no necesitaría su calor para protegerse en la noche. Y en la noche durmió, sintiendo el frío hueco dejado por su amigo.